El
concesionario del quiosco de prensa de la plaza del Charco (Puerto de la Cruz)
ha echado el cierre, ha dicho adiós después de un tiempo que le obligó a interrumpir la actividad desde aquellos ya
lejanos tiempos de la pandemia, cuando ese espacio público, médula espinal del
sentimiento portuense, aparecía a lo largo del día desnudo y sin alma. La
crisis se medía en la plaza por aquel vacío imponente.
El
hombre, un joven emigrante de origen subsahariano, se va triste, apesadumbrado,
después de tantos años nutriendo a clientes, vendiendo revistas, publicaciones
y periódicos de muy distintas nacionalidades, además de chucherías, golosinas,
postales, souvenirs y variedad de artículos que servían hasta para un
regalo.
(Aún
recordamos cuando un domingo al mediodía, junto al inolvidable Carlos Ramos
Aspiroz, en el café del mediodía, fiel a su Abc, luego a El Mundo, hicimos
una suerte de encuesta contabilizando la cantidad de consumidores de prensa que
aún mantenían la costumbre de disfrutar del aperitivo y de la lectura dominical
mientras saludábamos al paso de la gente y registrábamos a los compradores que
cumplían con aquella especie de rito que, evidentemente, palidecía).
Había
menos ejemplares, habían disminuido las publicaciones extranjeras…
evidentemente se había perdido o se seguían perdiendo los hábitos por la
lectura. El quiosquero afirma que “Internet acabó con todo”. Quedaban los
fieles al papel, los tradicionalistas de toda la vida, los últimos de las
Filipinas que se resistían a abandonar su oferta impresa, sus páginas cargadas
de información y de secciones que daban vida a aquellos mosaicos, “los eventos
consuetudinarios que acontecen en la rúa” y que el profesor Juan de Mairena
pidió al alumno en cierta ocasión que fuera, poco menos, que traduciéndolo a
lenguaje poético. El alumno respondió: “Lo que pasa en la calle”. Ambas oraciones
vienen a decir lo mismo, pero mientras que la primera es manifestación de un
espíritu rebuscado y cursi, la segunda es aceptada como expresión de absoluta
claridad y elegancia. No hay elegancia sin sencillez. Ahora bien, la sencillez
no debe confundirse con el empobrecimiento, según advertencia explicativa de
Marcelino Valero Alcaraz.
El caso es que la plaza se queda sin quiosco de prensa, salvo que
la concesión propicie un requiebro tras el cual resurja la actividad y el
recinto, tan frecuentado, tan al paso de nativos y visitantes de toda condición
social, recobre una de los fundamentos para frecuentar y detenerse de nuevo
en aquella esquina ahora esquilmada
porque el papel, uno de los nutrientes de tantos años, se agota sin remedios.
Solo hay que lamentar esta sobrevenida orfandad de la singular y
popular plaza portuense, un día de los camarones, otro de significado
histórico-político, escenario de vivencias y acontecimientos que sustanciaron
su fama y su trascendencia. Lo que va de ayer a hoy: había carritos –ese era el
nombre para reconocer e identificar aquellos puntos donde era difícil no
encontrar lo que se precisaba-, en donde se vendían centenares y centenares de
periódicos, desde la madrugada hasta el anochecer, hasta que la plaza no daba
para más. Hoy no queda ni uno donde se pueda comprar una edición impresa.
A este vacío, desde luego, no gusta asistir.
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