Siempre se ha atribuido a los periodistas pautas de comportamiento referidas a la soledad, la bohemia, rarezas, costumbres singulares… en definitiva, peculiaridades que contribuían a definir no pocos rasgos de la personalidad.
Ahora que, en un breve lapso de tiempo, nos han dejado Luis Alemany Antonio Arozena, con quienes compartimos no pocos cierres de edición en Diario de Avisos, cuando andábamos por Santa Rosalía, 85 y Salamanca, 5, aún bajo la dirección de Leopoldo Fernández, recordemos algunos de esos rasgos que tenían el denominador común del amor por la profesión, por el cumplimiento de sus postulados y por la obra bien hecha.
Alemany, por ejemplo, llegaba de los últimos, pasadas las diez de la noche, a redactar su columna de la última página, cuando el grueso de la edición ya estaba procesado. Curiosa, curiosísima forma de escribir la suya: manuscribía la sección en una página con escasa inserción publicitaria de la edición del día del diario El País, aprovechaba al máximo los espacios libres. Una vez concluida la redacción, había que mecanografiar: a veces, dictaba; otras, tecleaba el mismo. Siempre buscaba la palabra adecuada para titular.
Tuvimos el privilegio durante muchos meses de leer aquellos originales escritos de Luis Alemany. Y de pasar la última página a la fase definitiva del proceso. ¡Qué tiempos aquéllos! ¡Qué noches de apuros! Cuando se retrasaba, o cuando releía su creación para retoques de estilo, no muchos. A veces corregía algún vocablo que le parecía inapropiado. Cuando finalizaba, recogías sus cosas, su chaqueta o su ‘pullover’ o su paraguas, y se marchaba lentamente, dando las buenas noches, mirando a diestra y siniestra. Era libre, desordenado, despreocupado, errante, o sea, las características propias del bohemio. Años después, su obra literaria y periodística mereció el Premio Canarias.
Antonio Arozena compartió muchos de esos momentos. Era el redactor de cierre el periódico. Se quedaba a esperar, aunque ya no hubiera nadie en la redacción pues algunos salíamos apretados a pillar la última guagua. Antonio era pausado para los apuros y la multiplicidad de precisiones que entrañaban su función. Corregir, revisar titulares, una tachadura que impedía comprobar el significado de lo que se quería decir, una foto sin pie, o peor aún, no correspondida con el texto de la información, el repaso de la primera o el resultado de una confrontación deportiva que era el verdadero cierre de la edición… Entonces, sí.
Antonio Arozena aguantó carros y carretas. Era una garantía en su puesto de trabajo. Era un profesional silencioso, discreto, de los que no le gustaba discutir cuando surgía alguna duda. Siempre con una desgastada edición del DRAE a mano. Esa era su biblia particular.
Igual salió al encuentro de Luis Alemany a repasar los últimos textos o las últimas pruebas tipográficas. Cuando aún se producían y manejaban.
Y la voz de Leopoldo retumbaba:
-¡Arozena, página!