Va Saíd, ciudadano vecino de El Hierro, uno de los evacuados por si los temblores producen desprendimientos en determinada zona de la isla, y revela en directo, en un programa radiofónico, que ha querido personalmente comprobar las percepciones y ha colocado al borde de mesas y estantes una copa de cristal fino. Hasta ahora no se han movido. Las ha dejado en ese sitio mientras él cumple con las indicaciones de las autoridades y pasa la noche en casa de unos familiares.
En este tipo de situaciones, siempre llaman la atención la historias que ponen a prueba la serenidad de sus protagonistas. Mientras científicos escrutan la evolución del fenómeno natural, a la espera de una posible erupción; mientras las autoridades ponen en marcha un dispositivo de prevención, hacen recomendaciones y llaman a la tranquilidad; mientras la población responde, toma sus precauciones y vive esa densa incertidumbre de la espera, es llamativo que Saíd haya querido contrastar, por método absolutamente rudimentario o elemental, cuanto le dicen y cuanto oye. Da igual si es más desconfiado o menos: él desea experimentar las sensaciones derivadas de un magma que se revuelve en el mar, dicen los científicos, a unos quince kilómetros de profunidad.
El nombre de la isla, que hace poco vivió un cambio político cuyas consecuencias, tras prosperar una moción de censura en el Cabildo Insular, están aún por escribirse, se ha proyectado desde hace unas fechas al registrarse en las inmediaciones miles de pequeños movimientos sísmicos que pueden ser preludio de una erupción.
Se proyecta con todo: sus antecedentes históricos, su meridiano, sus peculiaridades, su sosiego, sus particulares cambios climáticos, sus fondos marinos, sus reservas bioesféricas y sus innovaciones tecnológicas. A todo eso, hay que añadir ahora este preludio que, por ahora, refleja la incertidumbre y, sobre todo, cuánto puede durar.
¿Sucederá? ¿No sucederá? Esa es la cuestión.
Saíd, por si acaso, lo quiso comprobar, a su modo.
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