Si fue concebida para alguien, aquella frase, el amor por la obra bien hecha, es de plena aplicación a Imeldo Bello Baeza, memorable fotógrafo del Puerto de la Cruz que tuvo su estudio durante décadas en la Punta de la carretera y que fue un avanzado de la técnica fotográfica.
Imeldo firmaba Baeza todas sus obras, con un trazo inconfundible que venía a rematar cualquier gráfica, por muy elemental que resultare.
Baeza es consustancial a una buena parte de la historia del municipio del siglo XX. Atento observador, cualquier gesto, cualquier paisaje, eran objetivos que plasmaba con admirable profesionalidad y exquisito gusto.
El doctor Luis Espinosa García-Estrada habló de su sensibilidad y de sus aficiones naturalistas, de anécdotas y de vivencias, ante un auditorio que se desbordó en el Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias, allí donde se conservan las esencias de la actividad cultural e intelectual de la ciudad cuya oferta, por cierto, viene presentando un preocupante aspecto declinante en los últimos años.
Los primeros recuerdos que conservamos de Imeldo se sitúan, precisamente, en aquel estudio de la Punta de la carretera, donde las familias acudían para posar ante fondos de decorado que el propio fotógrafo movía con soltura. Luego, visionando a través de algunas de aquellas vetustas pero extraordinarias cámaras, bajo unas piezas de tela que cubrían su prominente calva, se fijaba en todo: en el rictus, en la sonrisa, en el ceño más o menos fruncido… Él mismo se encargaba de corregir antes de disparar. Era todo un ritual. Y cuando entregaba su trabajo, lo hacía a plena satisfacción explicando los matices. Se esmeraba en entregar las mejores gráficas, tras una tarea de revelado a la que dedicaba horas y horas. Hasta alcanzar la perfección.
Su dominio del blanco y negro fue absoluto. Tuvimos ocasión de comprobarlo años después, cuando aprendíamos el oficio periodístico en el inolvidable rotativo ‘La Tarde’. Baeza nos acompañó en entrevistas, en reportajes, en ruedas de prensa, en llegadas de entidades deportivas o de artistas que entonces se alojaban en el que con toda propiedad podía ser llamado emporio turístico portuense. Una foto suya, en la que se nos ve junto a Del Pino, el genio de El Peñón, en la última entrevista antes de la retirada, ilustró la entrevista que abría el cuadernillo de deportes.
Trabajó en las primeras ediciones del Festival de la Canción del Atlántico. Y plasmó varias convocatorias de congresos. De todos modos, el esmero que caracterizaba su trabajo podía apreciarse sin fisuras cuando fotografiaba a las candidatas o reinas del Carnaval y las fiestas de julio. Ahí destilaba su maestría.
Si la fotografía era su vida, su pasión, el amor por la naturaleza no era menor. Antes de que existiera la palabra, Baeza ya era senderista. Se pateó las cumbres de la isla, recorrió vericuetos y exploró los rincones de bosques, barrancos, montes, galerías y plantaciones. ¿Un ecologista avanzado? Pues sí, aunque el doctor Espinosa hiciera una concesión con la ‘seria’ sorna que le caracteriza: igual estampaba su firma en una formación pétrea.
Pero con su cámara a cuestas dejaba pruebas para la posteridad, algunas de ellas recogidas por Vicente Jordán, compañero de fatigosas excursiones de fin de semana, en su libro “Tenerife a pie”. Los testimonios de quienes participaron en esas caminatas -Telesforo Bravo, entre ellos- convergen en el dinámico y gracioso espíritu de Imeldo.
Una inolvidable iniciativa suya, por cierto: el monumento a la temperatura. Con él soñó toda su vida. Quería eso, una suerte de termómetro bien visible que registrara las excepcionales temperaturas de la isla en la estación invernal -y del Puerto de la Cruz, en concreto- para proyectarla en todo el mundo. Por las razones que sea, y pese a que terceros han intentando refrescar la idea, nunca cuajó.
Su nombre quedó para siempre en una de esas coplas populares que alguien inventó y puso en circulación:
“El burro Sarguito y la burra del Fielato/ se fueron casa Imeldo/ a sacarse un retrato”.
Una buena persona, un fotógrafo excepcional, un naturalista convencido y practicante.
Inolvidable Imeldo. Inolvidable Baeza.
Imeldo firmaba Baeza todas sus obras, con un trazo inconfundible que venía a rematar cualquier gráfica, por muy elemental que resultare.
Baeza es consustancial a una buena parte de la historia del municipio del siglo XX. Atento observador, cualquier gesto, cualquier paisaje, eran objetivos que plasmaba con admirable profesionalidad y exquisito gusto.
El doctor Luis Espinosa García-Estrada habló de su sensibilidad y de sus aficiones naturalistas, de anécdotas y de vivencias, ante un auditorio que se desbordó en el Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias, allí donde se conservan las esencias de la actividad cultural e intelectual de la ciudad cuya oferta, por cierto, viene presentando un preocupante aspecto declinante en los últimos años.
Los primeros recuerdos que conservamos de Imeldo se sitúan, precisamente, en aquel estudio de la Punta de la carretera, donde las familias acudían para posar ante fondos de decorado que el propio fotógrafo movía con soltura. Luego, visionando a través de algunas de aquellas vetustas pero extraordinarias cámaras, bajo unas piezas de tela que cubrían su prominente calva, se fijaba en todo: en el rictus, en la sonrisa, en el ceño más o menos fruncido… Él mismo se encargaba de corregir antes de disparar. Era todo un ritual. Y cuando entregaba su trabajo, lo hacía a plena satisfacción explicando los matices. Se esmeraba en entregar las mejores gráficas, tras una tarea de revelado a la que dedicaba horas y horas. Hasta alcanzar la perfección.
Su dominio del blanco y negro fue absoluto. Tuvimos ocasión de comprobarlo años después, cuando aprendíamos el oficio periodístico en el inolvidable rotativo ‘La Tarde’. Baeza nos acompañó en entrevistas, en reportajes, en ruedas de prensa, en llegadas de entidades deportivas o de artistas que entonces se alojaban en el que con toda propiedad podía ser llamado emporio turístico portuense. Una foto suya, en la que se nos ve junto a Del Pino, el genio de El Peñón, en la última entrevista antes de la retirada, ilustró la entrevista que abría el cuadernillo de deportes.
Trabajó en las primeras ediciones del Festival de la Canción del Atlántico. Y plasmó varias convocatorias de congresos. De todos modos, el esmero que caracterizaba su trabajo podía apreciarse sin fisuras cuando fotografiaba a las candidatas o reinas del Carnaval y las fiestas de julio. Ahí destilaba su maestría.
Si la fotografía era su vida, su pasión, el amor por la naturaleza no era menor. Antes de que existiera la palabra, Baeza ya era senderista. Se pateó las cumbres de la isla, recorrió vericuetos y exploró los rincones de bosques, barrancos, montes, galerías y plantaciones. ¿Un ecologista avanzado? Pues sí, aunque el doctor Espinosa hiciera una concesión con la ‘seria’ sorna que le caracteriza: igual estampaba su firma en una formación pétrea.
Pero con su cámara a cuestas dejaba pruebas para la posteridad, algunas de ellas recogidas por Vicente Jordán, compañero de fatigosas excursiones de fin de semana, en su libro “Tenerife a pie”. Los testimonios de quienes participaron en esas caminatas -Telesforo Bravo, entre ellos- convergen en el dinámico y gracioso espíritu de Imeldo.
Una inolvidable iniciativa suya, por cierto: el monumento a la temperatura. Con él soñó toda su vida. Quería eso, una suerte de termómetro bien visible que registrara las excepcionales temperaturas de la isla en la estación invernal -y del Puerto de la Cruz, en concreto- para proyectarla en todo el mundo. Por las razones que sea, y pese a que terceros han intentando refrescar la idea, nunca cuajó.
Su nombre quedó para siempre en una de esas coplas populares que alguien inventó y puso en circulación:
“El burro Sarguito y la burra del Fielato/ se fueron casa Imeldo/ a sacarse un retrato”.
Una buena persona, un fotógrafo excepcional, un naturalista convencido y practicante.
Inolvidable Imeldo. Inolvidable Baeza.
1 comentario:
Alguna caminata hicimos (por ejemplo, al Chinyero), incluso un cursillo rápido de revelado en el colegio de La Longuera (cuando el se 'mudó' a su nueva casa). Suya es también la ocurrencia de que al Belair le pusieran treinta y tantos pisos, pues como ya el adefesio era una realidad, qué importaban unas rayas más, parodiando el chiste del tigre. Fue uno de esos grandes personajes que se enfundan en cuerpos pequeños.
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