Aprender a escuchar. Respetar. Aunque parezcan infinitivos de la obviedad aplastante, hay que ponerlos en práctica. Porque en cualquier 'zapeo' o búsqueda del dial, las cosas siguen igual o de mal en peor: los programas con la fórmula tertuliana o de debate, con moderador y más de dos intervinientes, son el espejo de lo mal que congeniamos a la hora de exponer criterios o de defender ideas. No es una mera cuestión de formas. Se puede y se debe discrepar. Es muy saludable. Pero hay que saber hacerlo. Y en algunos espacios televisivos o radiofónicos se registra la antítesis. A ver quién habla más alto -a veces gritando-, a ver quién interrumpe con más frecuencia, a ver quién luce mayor vehemencia dialéctica... Díganme ustedes cuando se pisan o hablan varios -y todos- a la vez sin que se entienda nada. Un auténtico guirigay, absurdo, ininteligible, en las antípodas de una conversación plural y amena. Para qué hablar cuando la misma registra alguna conexión telefónica. Inaudible. El efecto es inmediato: a cambiar de canal o de emisora. Y a albergar un rechazo para próximas entregas o ediciones. Los espectadores o los oyentes se cansan y, de paso, forjan una idea del carácter o del temperamento de quienes hablan, gritan, interrumpen, apostillan... muy poco favorable. En el fondo, no hay que extrañarse. Si apenas sabemos conversar, si dialogar se hace a menudo inviable, cuando hay más voces resulta prácticamente imposible sacar algo en claro. Con lo sencillo que es dejar hablar, considerar los turnos, interrumpir delicadamente y manifestar luego el propio parecer. Así los mayores se asustan. En serio, les disuaden tantas discusiones vergonzosas y tabernarias. Y se acuerdan de que, en el pasado, hasta con el campo de la libertad de expresión más acotado, y con menos fuentes de información, el género tenía otra clase: no estaban exentos los riesgos de grandilocuencia, redichos y hasta cursilería, pero como que la tolerancia se demostraba hablando, haciendo uso de la palabra de forma más apropiada. Sobre todo, en público. Ahora, no. Hasta el punto de que, en los tiempos más recientes, los moderadores se ven literalmente desbordados, incapaces de poner orden, arbitrar o dilucidar nada. De ahí que algunos de estos espacios hayan desaparecido o que quienes ejercían esa función hayan optado por otras vías menos procelosas. A fin de cuentas, ellos también se “queman”. Por activa o por pasiva. Y como ponen la cara o la voz, su responsabilidad es más directa. Que nadie se queje, en cualquier caso, si, legitimados como están, actúan retirando palabra o no concediéndola simplemente con el ánimo de poner orden y concierto donde se han perdido. Por otro lado, en algún hecho televisivo, se ha podido comprobar que, hablando todos al unísono, el realizador no sabía a quien enfocar. Otro que también sufre las consecuencias y tiene menos defensas, por cierto. Y no vale eso de que hay que echarle salsa o pimienta al pote para que haya más interés o para ganar audiencia. Si esa es la consigna del medio, flaco favor se hace a la comunicación participativa y a la audiencia hacia la que se dirige. De alguna forma sería fomentar el encono y la crispación, cuando no la radicalización, precisamente aquello que se reprocha a los políticos o cargos públicos en general. No hay canal ni emisora radiofónica que escapen a este fenómeno tan contrastado a lo largo de los últimos tiempos, de modo que, con frecuencia, constituye hecho noticioso. Hay que saber usar la palabra. Decir lo que se quiera pero decirlo bien. En el marco adecuado, en el turno concedido y en el tiempo debido. La palabra podrá ser más o menos benévola pero su empleo ha de cumplir unas formas y ha de seguir unos cursos que, cuando se alteran, trascienden intolerancia e intransigencia. A estas alturas, con la madurez que se supone ganamos todos, con la experiencia acumulada y con la plétora de oportunidades que se aprecia en el universo mediático, podía creerse que el personal ya estaba más impuesto en estas lides y acudía a estos espacios sin necesidad de revalidar en cada momento su educación, primera regla. Pero no: venga a abusar. De las palabras y de la paciencia. Así surgen los malos modos, las deformaciones, las incomprensiones y las enemistades. Así se demuestra la intolerancia y que aún queda un largo trecho que recorrer hasta ganarse la atención y el respeto de quienes realmente padecen estos comportamientos, todos reprobables, por cierto, pero mucho más de quienes estando en ciertos niveles de formación y experiencia, en los campos que sea, acreditan que no respetan las formas y abusan de la palabra.
viernes, 1 de abril de 2011
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1 comentario:
Manuel Negrín.
¡Cuánta razón tienes! Ya la discrepancia y la tolerancia no entran en el proceso del diálogo. Por eso las tertulias (no todas, y tú mismo, en las que intervienes, eres un ejemplo a la inversa)son sumas de egos que hablan.... pero no escuchan. También por eso no se practica ya el noble arte del razonamiento compartido, muy ligado al pensamiento filosófico. ¡Que mal camino llevamos en esta tierra nuestra!
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