El Consejo de Europa, en su Recomendación de 20 de octubre de 1997, define el discurso de odio como “todas aquellas expresiones que propagan, incitan, promocionan o justifican el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo u otras formas de odio basadas en la intolerancia; incluyendo la intolerancia expresada por el nacionalismo agresivo, el etnocentrismo o la discriminación y hostilidad hacia las minorías, los migrantes y las personas de origen inmigrante”. Puede afirmarse, a partir de esta Recomendación, que los discursos de odio están bastante bien definidos lingüísticamente –aunque luego sea complejo articularlos legal y socialmente–, tienen consecuencias y conviene pensar sobre ellos. Eso ha propiciado intensos y hasta acalorados debates y ha hecho que el alcance se haya extendido a la identidad de género, la diversidad funcional y al sexo.
Los discursos de odio son un tipo de acto de habla, una acción intencional ejecutada mediante palabras, según decía el filósofo británico John L. Austin y pueden ser un estímulo que activa los sistemas sensoriales, motrices y emocionales del cerebro. Para la catedrática emérita de Lengua Española de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), Violeta Demonte, legalmente, los discursos de odio son aquellos que incitan a mirar con rechazo a determinadas minorías, o no minorías, vulnerables. “Por lo tanto, quienes afirman que ciertas imprecaciones y actos de homofobia, pongamos por caso, no guardan relación alguna con afirmaciones discriminatorias de la extrema derecha, o de cualquier persona, simplemente olvidan lo que se sabe o, acaso, desdeñan los conocimientos y reflexiones razonadas de muchas disciplinas, puesto que los discursos que tienen intención y procuran efectos son performativos, son acciones”, escribe la profesora Demonte.
Cada vez son más numerosas en nuestro país las demandas por presuntos delitos de odio, derivadas de discursos políticos o de afirmaciones hechas en medios de comunicación siguiendo una línea más o menos continuada que, en todo caso, es necesario contrastar. Otra cosa es que prosperen. Pero los actos de odio son contagiosos: eso es un hecho. Violeta Demonte señala que otra característica de los actos verbales de odio es que son dispersivos, contagiosos y emocionalmente efectivos; y suelen ser deshumanizadores: el “otro” pasa a ser una cosa. Son también ecoicos y aglutinan a los afines. Dice que sobre lo que hay que reflexionar es sobre la disposición cognitiva a aceptar como mejores, y dar el rol de explicación, a las generalizaciones más simples, si se corresponden con nuestros estereotipos y nuestros sesgos; la influencia de los grupos sociales con los que se convive; la tendencia a no fundar nuestras generalizaciones en pruebas y en datos; la disposición a autoengañarnos si esto ratifica una creencia y la persistencia del odio en nuevos lugares de culto como son ciertos medios de comunicación y las redes sociales.
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