Una legislatura perdida, según algunos testimonios de quienes allí trabajan y de observadores habituales de la realidad política de las islas. Cierto que ha sido de las más difíciles pues ha ido desarrollándose en plena crisis, con unas formas verdaderamente atípicas al comienzo y al final, reflejo de las paradojas surrealistas de la política canaria. Así, por ejemplo: el grupo parlamentario más numeroso se queda en la oposición. Meses después, su portavoz se marcha. El tercero de los grupos parlamentarios, según las urnas, es el que apoya al gobierno tras una alianza que se quiebra sobre las tinieblas de respaldos a políticas del ejecutivo de Madrid. Y es el que al final se queda solo para sustentar a un gobierno en minoría que es el que llega al final del mandato más o menos airoso. El socio político, el preferido de entonces, el que dio la estampida como para no corresponsabilizarse de nada y como para evitar el enésimo escandalete (caso 'Lifeblood'), prefirió la trayectoria discreta de no menear e incordiar lo más mínimo para, subidos en la ola, intentar obtener todos los réditos.
A grandes rasgos, la Cámara, ciertamente, se proyecta de forma poco positiva. Para colmo, algunos episodios a cuentas de los emolumentos de sus señorías, de rifirrafes dialécticos, de agravios y discutibles interpretaciones reglamentarias no han jugado a favor. Si en su conjunto la política canaria tiene máculas crecientes de desprestigio, el Parlamento, en esta legislatura que se agota, no ha contribuido a erradicarlas.
Un ejemplo de esas manchas: los grupos parlamentarios no fueron capaces de alcanzar un acuerdo para renovar, como corresponde por ley, la composición de las instituciones de la Comunidad Autónoma. Faltó voluntad política y no hubo habilidades para desbloquear. Lo más grave: que actuando así, era el propio Parlamento el que incumplía las normas que él mismo había elaborado. Impresentable.
Por lo demás, la escasa producción legislativa y la tentación permanente del gobierno de sociedad (CC+PP) o de minoría paulinista de eludir el control o de pervertir el funcionamiento propiciando ataques al Gobierno de la nación, han convertido este ciclo en un período caracterizado más por lo negativo que por la genuina función institucional.
El punto final se pone pues casi deseándolo a la espera de mejores tiempos, de un giro en las formas de hacer política en las islas, de una mayor sintonía con los problemas de la calle o con las aspiraciones ciudadanas. El Parlamento debería ser el foro apropiado para contrastar que existen, en efecto, otros modos y otras formas. Debería ser un espejo. A saber: de respeto, tolerancia, rigor, iniciativa, transparencia, fiscalización y altura política.
Al cabo de siete legislaturas, ¿es mucho pedir?
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