Vicente Oliva pone punto final a su carrera funcionarial. Coincidimos hace años, mediados los noventa, en el ministerio para las Administraciones Públicas (MAP), cuando fue designado por el ministro Saavedra director general de Servicios. Oliva procedía de la Seguridad Social, donde ya había dejado huella de eficiente y diligente técnico de administración.
En Madrid hubo que hacer frente a la dureza de las circunstancias: la soledad personal y la controversia del ocaso de los gobiernos de Felipe González. A pesar de ello, Oliva sobrellevó el trance con buen talante: siempre predispuesto para el trabajo y la búsqueda de soluciones, siempre con una mano tendida a la ‘canariedad’ sin perder la perspectiva glotal de la dimensión ministerial de sus competencias.
Lo sobrellevó menos en un aspecto: no resistió los tremendos ataques de cierto periodismo que se cebó sin misericordia en el personal canario del MAP para acentuar el desgaste del ejecutivo.
(Era curiosa la estampa: salíamos del ministerio muy tarde y aguardábamos hasta la medianoche en los establecimientos donde vendían la primera edición de los periódicos del día siguiente para leer las novedades que nos afectaban. Hubo un período en que se alteró el sueño hasta que desistimos de ese hábito. Oliva trataba de calmar telefónicamente a su familia pues no quería verse envuelto en situaciones irregulares, muchas veces deformadas y exageradas. Por mucho que le expliqué las miserias de ese cierto periodismo, su empeño en algunas causas sin reparar en daños colaterales, no hubo manera de disuadirle: decidió retornar a Canarias para proseguir su carrera profesional).
Casi una década después, volvimos a coincidir, esta vez en la Delegación del Gobierno en Canarias, donde él ejercía como secretario general. Fue un reencuentro positivo para ambos: prestó un asesoramiento técnico impecable al gabinete que entonces nos tocó dirigir, especialmente en un fenómeno como el de la inmigración irregular que desbordó a menudo la propia capacidad de gestión.
Vicente Oliva fue el leal y eficaz secretario, siempre con la discreción y la prudencia como divisas de su actuación, estrechamente vinculada no sólo a José Segura sino también a la subdelegada del Gobierno en la provincia de Las Palmas, Carolina Darias; y a su sucesora, Laura Martín, que nos acompañó en aquella breve estancia de cien días al frente de la Delegación. Ya entonces deslizaba sus intenciones de jubilarse. Hubimos de disuadirle. Le podían los nietos y la vida hogareña, el fútbol televisado y las lecturas de novelas de éxito. “Con todo lo que tienes que hacer aquí y pensando en marcharte. Conmigo, no; desde luego”, le dijimos en cierta ocasión. Nunca sabré cómo se las ingenió, sin advertirlo, para reunir a todo el personal el día de nuestra despedida en la que fue una extraordinaria e inolvidable prueba de afecto.
Oliva fue un eficiente colaborador. Sugirió y asesoró. Le dio soporte jurídico a no pocas decisiones y encontró alternativas a los problemas que iban surgiendo. Un consejero de verdad. El hombre que nunca perdió la compostura pues la apariencia de una personalidad con debilidades jamás cedió ante el cumplimiento de las obligaciones y las responsabilidades.
Su trayectoria tuvo, probablemente, una culminación inesperada: terminó siendo designado subdelegado del Gobierno en la provincia oriental. No le gustaba mucho la política activa; la aceptaba, sí, pero sin gran entusiasmo. Lo suyo era la Administración, los recursos humanos. En cualquier caso, ejerció ese cargo con la misma responsabilidad y con la misma entereza, con el mismo alto sentido del deber que caracterizó su carrera profesional.
Ahora pasa a engrosar las clases pasivas, como él hubiera gustado decir. Vicente Oliva pone ese punto final con el brillo de la modestia y la discreción.
Menudas cualidades.
En Madrid hubo que hacer frente a la dureza de las circunstancias: la soledad personal y la controversia del ocaso de los gobiernos de Felipe González. A pesar de ello, Oliva sobrellevó el trance con buen talante: siempre predispuesto para el trabajo y la búsqueda de soluciones, siempre con una mano tendida a la ‘canariedad’ sin perder la perspectiva glotal de la dimensión ministerial de sus competencias.
Lo sobrellevó menos en un aspecto: no resistió los tremendos ataques de cierto periodismo que se cebó sin misericordia en el personal canario del MAP para acentuar el desgaste del ejecutivo.
(Era curiosa la estampa: salíamos del ministerio muy tarde y aguardábamos hasta la medianoche en los establecimientos donde vendían la primera edición de los periódicos del día siguiente para leer las novedades que nos afectaban. Hubo un período en que se alteró el sueño hasta que desistimos de ese hábito. Oliva trataba de calmar telefónicamente a su familia pues no quería verse envuelto en situaciones irregulares, muchas veces deformadas y exageradas. Por mucho que le expliqué las miserias de ese cierto periodismo, su empeño en algunas causas sin reparar en daños colaterales, no hubo manera de disuadirle: decidió retornar a Canarias para proseguir su carrera profesional).
Casi una década después, volvimos a coincidir, esta vez en la Delegación del Gobierno en Canarias, donde él ejercía como secretario general. Fue un reencuentro positivo para ambos: prestó un asesoramiento técnico impecable al gabinete que entonces nos tocó dirigir, especialmente en un fenómeno como el de la inmigración irregular que desbordó a menudo la propia capacidad de gestión.
Vicente Oliva fue el leal y eficaz secretario, siempre con la discreción y la prudencia como divisas de su actuación, estrechamente vinculada no sólo a José Segura sino también a la subdelegada del Gobierno en la provincia de Las Palmas, Carolina Darias; y a su sucesora, Laura Martín, que nos acompañó en aquella breve estancia de cien días al frente de la Delegación. Ya entonces deslizaba sus intenciones de jubilarse. Hubimos de disuadirle. Le podían los nietos y la vida hogareña, el fútbol televisado y las lecturas de novelas de éxito. “Con todo lo que tienes que hacer aquí y pensando en marcharte. Conmigo, no; desde luego”, le dijimos en cierta ocasión. Nunca sabré cómo se las ingenió, sin advertirlo, para reunir a todo el personal el día de nuestra despedida en la que fue una extraordinaria e inolvidable prueba de afecto.
Oliva fue un eficiente colaborador. Sugirió y asesoró. Le dio soporte jurídico a no pocas decisiones y encontró alternativas a los problemas que iban surgiendo. Un consejero de verdad. El hombre que nunca perdió la compostura pues la apariencia de una personalidad con debilidades jamás cedió ante el cumplimiento de las obligaciones y las responsabilidades.
Su trayectoria tuvo, probablemente, una culminación inesperada: terminó siendo designado subdelegado del Gobierno en la provincia oriental. No le gustaba mucho la política activa; la aceptaba, sí, pero sin gran entusiasmo. Lo suyo era la Administración, los recursos humanos. En cualquier caso, ejerció ese cargo con la misma responsabilidad y con la misma entereza, con el mismo alto sentido del deber que caracterizó su carrera profesional.
Ahora pasa a engrosar las clases pasivas, como él hubiera gustado decir. Vicente Oliva pone ese punto final con el brillo de la modestia y la discreción.
Menudas cualidades.
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