Con permiso de Sinatra, pero para nosotros, los del medio, Mariano era ‘la Voz’. Ninguna como la suya, tan peculiar, tan seria y sugerente a la vez.
“Enrique Martín Braun y Mariano Vega presentan: 707 Musical, el vuelo directo de los éxitos”. Esa era la introducción de aquel inolvidable espacio de Radio Nacional de España, cuando era Centro Emisor del Atlántico y los jóvenes que asomábamos a las novedades y a las tendencias musicales en la segunda mitad de la década de los sesenta teníamos en aquel espacio -¿te acuerdas, Carlos Martínez?- una obligada fuente de información y entretenimiento.
Muchos años después, quién lo iba a decir, coincidiríamos en esa emisora, él ya con una trayectoria contrastada en espacios informativos y en actividades culturales. Discreto, observador y austero, tanto en sus formas existenciales como ante el micrófono que se plegaba a su timbre vocal. Entonces, la admiración de años pretéritos se convirtió en reconocimiento profesional.
Mucho mayor cuando tuvimos oportunidad de relacionarnos con amigos comunes, por ejemplo, con Edmundo Essedín del Ródano, el polifacético argentino afincado en el Puerto de la Cruz, capaz de memorizar fragmentos de Martín Fierro y de interpretar a su manera capítulos del “Ulises” de Joyce, mientras se recreaba con un asado o unas empanadillas criollas. Ahí descubrimos al Mariano que escuchaba, al Mariano atento que ponía atención para luego opinar, siempre con rigor y con conocimiento de causa.
Hasta en el frío lagunero tuvimos varias oportunidades de palpar su sensibilidad, la del poeta y la del actor teatral que llevaba dentro, la del intelectual que jamás alardeó; al contrario, su caudal fluía sin que se notara: la modestia y la discreción de los grandes. Cuando accedió a la presidencia de una entidad tan apreciada como el Ateneo, sabíamos de su actitud de compromiso, de querer hacer cosas, de contribuir al desarrollo del pluralismo cultural.
Calló ‘la Voz’ singular de Mariano, los micrófonos ya son huérfanos de su timbre, de sus modulaciones y de sus recurrentes inflexiones. Están tristes los micrófonos. Una voz, por cierto, igual de válida para una cuña elemental que para la locución de una producción audiovisual que terminaba gustando o calando, precisamente, al identificarla, por su tono o por su énfasis. Cuando tengamos ocasión de volverla a escuchar, será inevitable emocionarse.
Un compañero de la vieja escuela, si se nos permite la expresión. Un compañero lleno de valores, que dignificó el oficio y lo engrandeció. Deja huella: lo siente Olga, lo dicen todos quienes le conocieron y trataron.
“Enrique Martín Braun y Mariano Vega presentan: 707 Musical, el vuelo directo de los éxitos”. Esa era la introducción de aquel inolvidable espacio de Radio Nacional de España, cuando era Centro Emisor del Atlántico y los jóvenes que asomábamos a las novedades y a las tendencias musicales en la segunda mitad de la década de los sesenta teníamos en aquel espacio -¿te acuerdas, Carlos Martínez?- una obligada fuente de información y entretenimiento.
Muchos años después, quién lo iba a decir, coincidiríamos en esa emisora, él ya con una trayectoria contrastada en espacios informativos y en actividades culturales. Discreto, observador y austero, tanto en sus formas existenciales como ante el micrófono que se plegaba a su timbre vocal. Entonces, la admiración de años pretéritos se convirtió en reconocimiento profesional.
Mucho mayor cuando tuvimos oportunidad de relacionarnos con amigos comunes, por ejemplo, con Edmundo Essedín del Ródano, el polifacético argentino afincado en el Puerto de la Cruz, capaz de memorizar fragmentos de Martín Fierro y de interpretar a su manera capítulos del “Ulises” de Joyce, mientras se recreaba con un asado o unas empanadillas criollas. Ahí descubrimos al Mariano que escuchaba, al Mariano atento que ponía atención para luego opinar, siempre con rigor y con conocimiento de causa.
Hasta en el frío lagunero tuvimos varias oportunidades de palpar su sensibilidad, la del poeta y la del actor teatral que llevaba dentro, la del intelectual que jamás alardeó; al contrario, su caudal fluía sin que se notara: la modestia y la discreción de los grandes. Cuando accedió a la presidencia de una entidad tan apreciada como el Ateneo, sabíamos de su actitud de compromiso, de querer hacer cosas, de contribuir al desarrollo del pluralismo cultural.
Calló ‘la Voz’ singular de Mariano, los micrófonos ya son huérfanos de su timbre, de sus modulaciones y de sus recurrentes inflexiones. Están tristes los micrófonos. Una voz, por cierto, igual de válida para una cuña elemental que para la locución de una producción audiovisual que terminaba gustando o calando, precisamente, al identificarla, por su tono o por su énfasis. Cuando tengamos ocasión de volverla a escuchar, será inevitable emocionarse.
Un compañero de la vieja escuela, si se nos permite la expresión. Un compañero lleno de valores, que dignificó el oficio y lo engrandeció. Deja huella: lo siente Olga, lo dicen todos quienes le conocieron y trataron.
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