Este punto final de un tabloide que registraba una tirada media anual superior a los dos millones y medio de ejemplares es impactante, un auténtico suceso no sólo en el plano mediático sino en el político. Se abre un debate prolijo pero se hablará de un antes y un después de la desaparición de este periódico. Las repercusiones sólo están emergiendo: Andy Coulson, que llegó a ser su director antes de que James Cameron le designara portavoz del partido y del Gobierno, ha estado detenido; en tanto que el primer ministro ha promovido una investigación no sólo referida a los métodos empleados por el rotativo sino ampliada a las relaciones entre la política, la prensa y la policía. Casi nada. Imaginemos esos mismos papeles en nuestro país.
De modo que tras el “Gracias y adiós” del último número, además de la expresa petición de disculpas por el daño causado a las víctimas de auténticas e inconmensurables maldades periodísticas, interesa esa interpretación de que ha sido determinante la presión o el hartazgo de los propios lectores para que el magnate Murdoch se decidiera a cerrar. Un párrafo del editorial final con aires de epitafio: "Perdimos el rumbo. Se pincharon teléfonos y por ello este periódico pide sinceras disculpas. No hay justificación para esta vergonzosa conducta. No hay justificación para el dolor causado a las víctimas, tampoco para la profunda mancha que ha dejado en nuestra historia". En otro párrafo, espera que la historia, precisamente, juzgue toda su trayectoria y defiende a los profesionales del semanario, "gente capaz, dedicada y honrada" que ahora paga por las "fechorías de unos pocos". La pregunta subsiguiente: ¿es suficiente? Aunque suene cruel, cabría responder con otra: ¿qué importa eso ya?
Interesa porque igual es la reivindicación de una ética, quién sabe si el germen de una nueva conducta ante los desmanes con los que los británicos, en este caso, venían conviviendo, morbosa e indolentemente, mientras aquéllos se cometían en absoluta impunidad e indiferencia. Corresponde los lectores, a los indignados y a los pasivos, tomar la iniciativa, traducir ese “hasta aquí hemos llegado” con una actitud clara de acabar con este periodismo inicuo y perverso. Quizá Murdoch intuyera esa reacción y decidiera echar el cierre, socapa de que la credibilidad de sus otros productos saltara hecha añicos de forma irreversible. Por cierto, ¿se agotan en los directores y demás profesionales las responsabilidades? ¿Escapan indemnes los ejecutivos de las ediciones?
Atentos, pues, a la dimensión que vaya cobrando este suceso pues trasciende las coordenadas políticas y sitúa al ejercicio del periodismo en la necesidad de tomárselo cada vez más en serio, si es que quiere superar no sólo los imponderables de la crisis que tan duramente golpea en algunos casos sino los factores (leyes, autorregulación....) que lo atenazan y que merman su propia razón de ser, su capacidad misma para lograr niveles de calidad exigibles y garantizar el pluralismo.
Que esto suceda en plena expansión de la sociedad del conocimiento o de la información resulta un contrasentido y hasta un sarcasmo. Pero como en aquel viejo poema de Pepe Robles, todo tiene su fin. Y aunque tarden, también los excesos de los imperios.
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