El terrible suceso de Utoya (Noruega) ha puesto en un primer plano del escenario el resurgimiento de la extrema derecha, avalado en las urnas de aquellos países que, en consultas electorales, registraron significativos avances de ese espacio ideológico. Es fácil señalar que la gran depresión y la ausencia de liderazgo político de la Unión Europea (UE), incapaz de tomar la delantera para hacer que prime la política sobre la resignación economicista a los movimientos especulativos e insaciables de los mercados financieros, sean factores predominantes en electorados cada vez más temerosos y conservadores. Es fácil advertir esas causas pero cuando los fundamentalismos políticos alimentan la xenofobia y el racismo, eliminan valores como el pluralismo y recurren a métodos violentos que, más o menos escalonados, tienen una función intimidatoria, hay que reprobarlos sin reservas.
Por eso, la matanza de Utoya, incluyendo la explosión en las cercanías de la sede del Gobierno, en pleno corazón de Oslo, por su localización y por su misma ejecución, debe alertar a los gobiernos de las democracias y a las sociedades que los eligen. Porque si los radicalismos o los extremismos son los resortes sobre los que va a bascular el debate político, estaremos no sólo experimentando una cierta involución sino nutriendo una evidente incertidumbre sociopolítica de indeseadas consecuencias. Se podrá cuestionar, por cierto, el que se nutra ese debate con informaciones, análisis y menciones de lo que significa y de lo que quiere realmente ese extremismo político; pero sería imperdonable hacer abstracción o restarle importancia: las circunstancias obligan a frenar ese auge, esa amenaza para la vieja Europa que, azotada por otros males, asiste, entre indolente y contrita, a inquietantes convulsiones.
Porque es una amenaza, no lo dudemos, máxime cuando encuentra aliados en las vertientes neoliberales y no digamos cuando quienes han ejercido de furibundos críticos hacia otras ideologías y hacia la democracia misma ahora, ante sucesos como el de Noruega, callan, pasan de puntillas o se posicionan de forma acomodaticia. Una vez más, se pone de manifiesto que los fundamentalistas o los extremistas abusan. Abusan de los estados de derecho, de sus constituciones pluralistas, de las reglas del juego... Se aprovechan -arrancando del principio de igualdad- y eso es lo que hay que atajar e impedir pues los peligros son latentes.
Máxime cuando desde esas posiciones ultra se quiere avanzar sin límite e imponer, palmo a palmo, sus postulados. En tales trincheras se encuentran nostálgicos de regímenes no democráticos pero también -he ahí el peligro- quienes no se consideran extremistas sino gente de orden, conservadores civilizados y hasta demócratas a quienes las conquistas sociales, la igualdad y cosas por el estilo les hace poner el grito en el cielo, o ni siquiera eso; de modo que cuando aparece un asesino en serie, cuando hay desafíos y provocaciones, cuando le echan un pulso a la norma de convivencia o se produce una matanza indiscriminada, terminan haciéndose cruces y preguntándose, entre escepticismo e inquietud, cómo terminará todo esto.
En España, según algunas investigaciones, hay más de diez mil militantes ultraderechistas y unos cuatrocientos sitios web ultras que se gestionan desde nuestro país. Es cierto que no ha cuajado, hasta ahora, una organización partidaria que pudiera ser encuadrada o identificada en ese límite extremo del espectro político pero es tan fácil hoy en día -otra vez las circunstancias- manipular los sentimientos de las personas y contagiar el odio y el encono que cualquier foco, por insignificante o minoritario que sea, es una señal preocupante de que esos vientos, radicales y fundamentalistas, empiezan a soplar con inquietante intensidad. Hay que impedir que sacudan.
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