El exministro de Comercio y Turismo con Felipe González y actual presidente de Aldeasa, Javier Gómez Navarro, ha venido a echar un jarro de agua fría sobre las últimas esperanzas depositadas en los consorcios para la reconversión integral de destinos maduros como son, en el caso de Canarias, Maspalomas y Puerto de la Cruz. “Están condenados al fracaso”, ha sentenciado el exministro, buen conocedor del sector y de nuestra realidad turística. El vaticinio de Gómez Navarro se basa en que la filosofía y objetivos de un proceso de reconversión “a duras penas encajan con la estructura y competencias de esos consorcios públicos, condicionados por ciclos electorales e intereses políticos”. Claramente partidario de la fórmula de la inversión privada -pone como ejemplo la iniciativa de Carlos Slim, en México D.F., sustanciada en un convenio con el Ayuntamiento consistente en comprar edificios en metálico o a cambio de acciones de una sociedad que cotiza en bolsa, de modo que los propietarios participen de los beneficios generados por el proyecto-, el exministro no aprecia avances en los consorcios constituidos y estima que su proceso debe caracterizarse por la racionalidad operativa y superar el voluntarismo “pues la reconversión debe hacerse con apoyo público pero no desde un consorcio público”.
Estas consideraciones, desde luego, deben alertar a los actuales responsables del consorcio portuense, que es el que más conocemos y sobre el que hemos escrito en múltiples ocasiones, precisamente reivindicando su puesta en funcionamiento so pena de perder el que hemos considerado último tren para revitalizar un destino decadente que ha vivido de las rentas mucho tiempo y al que ha golpeado la crisis con saña hasta el punto de hacerle perder notable capacidad de su oferta alojativa.
En el caso que nos ocupa, si convenimos en que el sector privado, con su proverbial escasa capacidad de riesgo y atenazado por problemas de día a día para garantizar la subsistencia de sus empresas, apenas ofrece margen para una confianza en su participación activa, pues no queda otra opción que seguir confiando en la fórmula del consorcio -recordemos que está dotada con fondos públicos, que tiene dinero, vamos- para intentar superar no solo la desfavorable coyuntura sino el propio pesimismo advertido en las consideraciones de Gómez Navarro.
En ese sentido, los razonamientos de Joan Mesquida, actual secretario de Estado de Turismo y Comercio Interior, son más estimables, aún reconociendo los vaivenes políticos a los que están sujetos los consorcios. Ha manifestado que si no hay inversor privado, tipo Slim, como es el caso, habría que plantearse un pacto de Estado que, por un lado, garantizase la estabilidad y la continuidad de las actuaciones; y por otro, no favoreciera “sacar rédito electoral de los indignados que habrá en cada proyecto de reconversión”.
En cualquier caso, hay que moverse, trabajar con amplitud de miras, entendiendo que los enredos políticos en las coordenadas en que se desarrolla esta estructura administrativa -pensada precisamente para operar con agilidad y sin los escollos que derivan de los procedimientos administrativos- no van a ser beneficiosos sino todo lo contrario: contribuirían a que las últimas esperanzas de las que hemos hablado se desvanecieran en otra más de esas disputas estériles, mientras un destino sigue palideciendo y sus afanes o expectativas de reactivación se pierden ya sin remisión.
Así que, confiemos en el consorcio, de acuerdo; pero que empecemos a ver sus frutos. Tal como están las cosas, urge.
Estas consideraciones, desde luego, deben alertar a los actuales responsables del consorcio portuense, que es el que más conocemos y sobre el que hemos escrito en múltiples ocasiones, precisamente reivindicando su puesta en funcionamiento so pena de perder el que hemos considerado último tren para revitalizar un destino decadente que ha vivido de las rentas mucho tiempo y al que ha golpeado la crisis con saña hasta el punto de hacerle perder notable capacidad de su oferta alojativa.
En el caso que nos ocupa, si convenimos en que el sector privado, con su proverbial escasa capacidad de riesgo y atenazado por problemas de día a día para garantizar la subsistencia de sus empresas, apenas ofrece margen para una confianza en su participación activa, pues no queda otra opción que seguir confiando en la fórmula del consorcio -recordemos que está dotada con fondos públicos, que tiene dinero, vamos- para intentar superar no solo la desfavorable coyuntura sino el propio pesimismo advertido en las consideraciones de Gómez Navarro.
En ese sentido, los razonamientos de Joan Mesquida, actual secretario de Estado de Turismo y Comercio Interior, son más estimables, aún reconociendo los vaivenes políticos a los que están sujetos los consorcios. Ha manifestado que si no hay inversor privado, tipo Slim, como es el caso, habría que plantearse un pacto de Estado que, por un lado, garantizase la estabilidad y la continuidad de las actuaciones; y por otro, no favoreciera “sacar rédito electoral de los indignados que habrá en cada proyecto de reconversión”.
En cualquier caso, hay que moverse, trabajar con amplitud de miras, entendiendo que los enredos políticos en las coordenadas en que se desarrolla esta estructura administrativa -pensada precisamente para operar con agilidad y sin los escollos que derivan de los procedimientos administrativos- no van a ser beneficiosos sino todo lo contrario: contribuirían a que las últimas esperanzas de las que hemos hablado se desvanecieran en otra más de esas disputas estériles, mientras un destino sigue palideciendo y sus afanes o expectativas de reactivación se pierden ya sin remisión.
Así que, confiemos en el consorcio, de acuerdo; pero que empecemos a ver sus frutos. Tal como están las cosas, urge.
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