Los portuenses, como todos los pueblos, han ido forjando sus costumbres a lo largo de la historia. Usos y hábitos sociales -algunos convertidos en una suerte de rito- que caracterizan a la población, al menos durante una época. Otros sobreviven, perduran, y forjan las tradiciones que se van transmitiendo con proyección desigual. El costumbrismo portuense es una manera más de entender las peculiaridades de su conducta. Es un retrato más de su interpretación existencial, forzado a veces por las circunstancias de una época o por las modas de otra.
Recordemos, hasta donde alcanza la memoria, algunas de esas costumbres que constituyen parte del acervo portuense, de ese conjunto de hechos, actividades o bienes morales y socioculturales que han ido caracterizando nuestra personalidad, la idiosincrasia de un pueblo.
Un pueblo que tuvo casi como norma (no escrita, vale) dar vueltas a la plaza, sobre todo, los domingos por la tarde o cualquier día por la noche. Lo hacían personas de todas las edades y de toda condición social. Cuando los médicos aún no recomendaban caminar o pasear, como medida salutífera, ya los portuenses hacían kilómetros. Y en esa médula espinal de la plaza del Charco disfrutaban con un ejercicio que se contagió a turistas y gentes de otras localidades.
Casi en la plaza misma, practicaban ir a ver los cuadros del cine, los fotogramas y carteles de gran tamaño que colgaban en las fachadas de los dos cines próximos, Teatro Topham y Cinema Olympia. Cines de los que salían al descanso provistos de una contraseña que distribuían los porteros que también hacían de acomodadores para tomar algo en los bares cercanos, fumar un cigarrillo o, simplemente, comentar el curso de la película.
Y es que el cine siempre atrajo el interés de los portuenses que presumían, a su manera, de entender la materia cinematográfica, durante muchos años casi el único vehículo de comunicación o expresión artística al que podían acceder. Había quien iba todos los días o a los estrenos que se programaban para los lunes y los jueves. Al principio, en horarios de siete de la tarde y diez de la noche. Después, cuando cerró el Olympia, las funciones eran a las seis, ocho y diez. La sesión de los domingos a las cuatro de la tarde, para el público infantil, se mantuvo durante décadas.
Una costumbre que aún perdura, bien es verdad que venida a menos, es la de acudir a la procesión del Encuentro, en la Villa, en la alborada del Viernes Santo, después de haber asistido a la del Cristo Crucificado que, en imponente silencio, tan sólo alterado por el instrumental de la banda que acompaña, recorre las calles del Puerto de la Cruz. Una vez que la imagen hace su entrada en el templo, grupos de personas toman sus coches o las primeras guaguas del día para llegar a La Orotava. El suplemento de esta costumbre era bajar al Puerto caminando y robar nísperos u otros frutos en las fincas y huertas del trayecto.
También subsiste ver las cruces, en la noche del 2 de mayo o al día siguiente, fecha en que se conmemora la fundación de la ciudad. Los portuenses engalanan las cruces, de capilla o de calle, y es tradición recorrerlas, a ver cuál está más bonita y a saludar a sus cuidadores y propietarios.
La banda municipal de música ofrecía conciertos todos los jueves por la noche, incluso en invierno, en el kiosko del antiguo Bar Dinámico. Era curiosa la estampa: mientras los extranjeros seguían atentamente la actuación, muchos nativos seguían sus conversaciones en voz alta sin que las interpretaciones llamaran su atención.
Una banda, por cierto, que situada la última en cualquier trayecto procesional, siempre tenía un numeroso grupo de personas que la seguía. Cuentan que había truco: era para abandonar la procesión en cualquier momento mo en cualquier esquina sin que se notara.
En el citado Bar Dinámico, con su célebre división visible entre las cámaras alta y baja, las conversaciones eran un termómetro de lo portuense: todas las noticias, todos los comentarios -incluso políticos, cuando hablar de política era una temeridad o casi un imposible-, todos los chascarrillos, todas las maledicencias, todas las mentiras, todas las bromas y todos los lamentos se sucedían en un inigualable torrente. A media mañana, parte de los habituales ya tomaban posiciones. En la sobremesa, otro grupo tomaba el relevo. A última hora de la tarde, se reencontraban muchos de la mañana. Y ya por la noche, no importaba que hiciera frío o lloviera, otra generación, más joven y más heterogénea, alargaba aquel torrente de conversaciones populares (Continuará).
Recordemos, hasta donde alcanza la memoria, algunas de esas costumbres que constituyen parte del acervo portuense, de ese conjunto de hechos, actividades o bienes morales y socioculturales que han ido caracterizando nuestra personalidad, la idiosincrasia de un pueblo.
Un pueblo que tuvo casi como norma (no escrita, vale) dar vueltas a la plaza, sobre todo, los domingos por la tarde o cualquier día por la noche. Lo hacían personas de todas las edades y de toda condición social. Cuando los médicos aún no recomendaban caminar o pasear, como medida salutífera, ya los portuenses hacían kilómetros. Y en esa médula espinal de la plaza del Charco disfrutaban con un ejercicio que se contagió a turistas y gentes de otras localidades.
Casi en la plaza misma, practicaban ir a ver los cuadros del cine, los fotogramas y carteles de gran tamaño que colgaban en las fachadas de los dos cines próximos, Teatro Topham y Cinema Olympia. Cines de los que salían al descanso provistos de una contraseña que distribuían los porteros que también hacían de acomodadores para tomar algo en los bares cercanos, fumar un cigarrillo o, simplemente, comentar el curso de la película.
Y es que el cine siempre atrajo el interés de los portuenses que presumían, a su manera, de entender la materia cinematográfica, durante muchos años casi el único vehículo de comunicación o expresión artística al que podían acceder. Había quien iba todos los días o a los estrenos que se programaban para los lunes y los jueves. Al principio, en horarios de siete de la tarde y diez de la noche. Después, cuando cerró el Olympia, las funciones eran a las seis, ocho y diez. La sesión de los domingos a las cuatro de la tarde, para el público infantil, se mantuvo durante décadas.
Una costumbre que aún perdura, bien es verdad que venida a menos, es la de acudir a la procesión del Encuentro, en la Villa, en la alborada del Viernes Santo, después de haber asistido a la del Cristo Crucificado que, en imponente silencio, tan sólo alterado por el instrumental de la banda que acompaña, recorre las calles del Puerto de la Cruz. Una vez que la imagen hace su entrada en el templo, grupos de personas toman sus coches o las primeras guaguas del día para llegar a La Orotava. El suplemento de esta costumbre era bajar al Puerto caminando y robar nísperos u otros frutos en las fincas y huertas del trayecto.
También subsiste ver las cruces, en la noche del 2 de mayo o al día siguiente, fecha en que se conmemora la fundación de la ciudad. Los portuenses engalanan las cruces, de capilla o de calle, y es tradición recorrerlas, a ver cuál está más bonita y a saludar a sus cuidadores y propietarios.
La banda municipal de música ofrecía conciertos todos los jueves por la noche, incluso en invierno, en el kiosko del antiguo Bar Dinámico. Era curiosa la estampa: mientras los extranjeros seguían atentamente la actuación, muchos nativos seguían sus conversaciones en voz alta sin que las interpretaciones llamaran su atención.
Una banda, por cierto, que situada la última en cualquier trayecto procesional, siempre tenía un numeroso grupo de personas que la seguía. Cuentan que había truco: era para abandonar la procesión en cualquier momento mo en cualquier esquina sin que se notara.
En el citado Bar Dinámico, con su célebre división visible entre las cámaras alta y baja, las conversaciones eran un termómetro de lo portuense: todas las noticias, todos los comentarios -incluso políticos, cuando hablar de política era una temeridad o casi un imposible-, todos los chascarrillos, todas las maledicencias, todas las mentiras, todas las bromas y todos los lamentos se sucedían en un inigualable torrente. A media mañana, parte de los habituales ya tomaban posiciones. En la sobremesa, otro grupo tomaba el relevo. A última hora de la tarde, se reencontraban muchos de la mañana. Y ya por la noche, no importaba que hiciera frío o lloviera, otra generación, más joven y más heterogénea, alargaba aquel torrente de conversaciones populares (Continuará).
1 comentario:
¡Qué tiempos, maestro! Recuerdo haber asistido a las cuatro sesiones (4, 6, 8 y 10) algún que otro domingo, alternado el Olympia y el Topham. Ello suponía, obviamente, repetir la de las 10, "embullado" por algún amigo. Era la época en la que uno, sin haber alcanzado los 18, ya presumía de mayor y se jactaba de haber 'engañado' al portero. Y de dar vueltas en la Plaza del Charco, no me hables. Debo haber hecho varias maratones (inconvenientes, o no, por haber tenido una novia de La Dehesa). Y el vermú del Dinámico... Chacho, parece que lo estoy viendo.
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