sábado, 29 de octubre de 2011

COSTUMBRISMO PORTUENSE (IV)

Si dar vueltas a la plaza, a la plaza del Charco, especialmente los domingos y festivos, se convirtió en una suerte de ritual para gente de todas las edades pues servía para saludar, enamorar, distraerse, conversar y hasta hacer ejercicio cuando no se era consciente de las propiedades terapéuticas, pasear por la avenida de Colón, recorrer Martiánez los días radiantes, los domingos después de misa, por ejemplo, fue también una costumbre que se extendió en plena eclosión turística.

Madres con sus hijos, abuelos con sus nietos, jóvenes en busca de extranjeras y personas que, simplemente, querían pasear junto al mar, recorrían aquella flamante avenida cuando el complejo turístico “Costa Martiánez” aún no estaba en las meninges de Manrique. Fotos junto a aquella valla metálica, el Atlántico de fondo, conversaciones en alguno de los bancos de piedra que llevaban las inscripciones de quienes los habían donado, un cigarrillo bajo la plácida sombra de los flamboyanes, la contemplación de las olas y de algún atrevido bikini, la curiosidad al paso de los camellos de Lázaro y la mirada a los balcones de los hoteles localizados prácticamente a pie de playa, desde la ermita de San Telmo hasta el hotel “Oro Negro”, ida y vuelta, en ocasiones dos veces, porque aún es temprano o porque interesaba ver nuevamente a alguien, todo eso, forma parte del costumbrismo de los portuenses.

Hacían casetas en Martiánez, la playa que nadie cantara como Sebastián Padrón Acosta. Hay fotos que son muy ilustrativas de este hábito. Unos palos, unos paragüas, unas sábanas: familias enteras a la sombra de aquellas casetas donde comían y dormían, donde se cambiaban de ropa, donde sentados vigilaban a niños y contemplaban el paso de turistas que sonreían ante la generosidad de los ocupantes que disfrutaban de una jornada de playa que, principalmente en verano, desde San Juan en junio, ya se convertía en un uso corriente.

Como también lo fue ir a ver los cuadros del cine, aquellos fotogramas junto a carteles anunciadores de películas que colgaban en las fachadas de las dos salas, comúnmente identificadas como el “cine de arriba” y el “cine de abajo”. Los portuenses siempre presumieron de entender de cinematografía, incluso la visualización de esos cuadros anticipaba análisis muy detallados. Durante décadas, posiblemente haya sido el único medio de manifestación cultural al que pudieron acceder.

Prácticas habituales, por cierto, ligadas al cine: muchos entraban a la sala después del NO-DO, aquel noticiario documental que se proyectaba con notable retraso antes de la película; y otros muchos, provistos de una contraseña que distribuían los acomodadores, salían al descanso a tomar café -o lo que fuese- y ver la segunda parte mejor predispuestos.


A mediados de los años sesenta del pasado siglo, se hizo uso acercarse hasta los escaparates de un comercio local, el de Francisco Gómez Baeza, donde exhibían los resultados de un programa radiofónico que se emitía en “La Voz del Valle” titulado “Las 3 Columnas”, un espacio benéfico de notable participación -sin los reclamos o facilidades de hoy en día- en el que se donaban pequeñas cantidades de pesetas destinadas a financiar la Navidad de los humildes. Semanalmente, aparecían los resultados de la recaudación al pie de las columnas que crecían representando las aportaciones de los donantes para cada una de las localidades del valle.

Ir a echarse unas perras de vino fue, desde luego, uno de los usos sociales más consolidados. Había quien lo practicaba todos los días en alguno de los bochinches repartidos en el municipio y que tenían, como rasgo común, su resistencia a dejar su espacio al imparable avance del turismo en todos los órdenes. Acudir a un sepelio, por ejemplo, cuando no había tanatorios y se esperaba en los domicilios de los fallecidos o en la iglesia, era un pretexto fijo para luego disfrutar de una cuarta o medio litro con queso, manises, burgados o pulpos (Continuará)

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