Había temporadas para juegos y distracciones. Duraban lo que quisieran los chicos y chicas. Los primeros, por ejemplo, disfrutaban del tiempo del boliche, algunos de ellos hechos de barro, otros traídos de Venezuela, donde se llamaban metras, aquí vidriolas y que se guardaban en los bolsillos. Hacían hoyos en la zona interior de la plaza del Charco por donde los viandantes se cuidaban de no pasar so pena de tropezar y caer. El juego, naturalmente, era meter el mayor número de unidades y arrebatárselas al adversario. Una de las vairables más conocidas era la piche y palmo, cuatro, consistente en abonar cuatro boliches o vidriolas si, además de chocarlas, podían alcanzar o tocar ambas con los dedos de una mano extendidos.
También jugaban los chicos al trompo. Los compraban en los carritos. Lo primero que hacían eran pintar o rasgar una cruz en el cabezal, en la creencia de que ya estaba apto para afrontar cualquier competencia sin que su ovoide estructura de madera sufriera daños o se descompusiera. Se ataba una cuerda para bailar el trompo y se lanzaba al suelo con un giro de muñeca y cierta fuerza para que girara como una peonza. Luego, suavemente lo subían a la palma de la mano. Más allá de las habilidades y de la diversión, había una opción: tratar de impactar con su suerte de clavo acerado o púa en otro trompo. Si eso sucedía y, además, se rompía el trompo, el perdedor, además de quedarse con el suyo, debía abonar el importe de un helado o una golosina.
Y alrededor de los laureles de indias y de las palmeras de la plaza jugaban a policías y ladrones. Aunque mucho más llamativa era la práctica de montalachica, teóricamente ujna prueba de resistencia: mientras uno, apoyado en el árbol o en la pared, soportaba sobre su abdomen el peso de cuatro o cinco, y a veces más, que se agachaban y colocaban su cabeza sobre los glúteos del que estaba delante en tanto otros saltaban sobre la espaldas. Debían caber todos sin caerse. “¿Arriba o abajo?”, se preguntaba periódicamente como prueba de la resistencia. Al cabo de un tiempo que se controlaba sin mucho rigor, si los que estaban subidos caían, a la siguiente mano tendrían que asumir el papel de agachados
Similar era el juego denominado sintoquelis, diez pruebas que habrían de afrontar uno ligeramente inclinado y los demás tratando de sortearlas entre saltos, toques y empleo de las extremidades.
“¡A jugar a virgo!”, se escuchaba el grito de alquien que, por sorteo, se quedaba con los ojos tapados a la espera de que los demás se ocultasen. El juego consistía en descubrirles y traerles al punto base. Por eso también era denominado “la escondidilla.
Inolvidables son, asimismo, los carritos o camiones de verga, verdaderas joyas artesanales que, con elementos rudimentarios, semejaban formas, en distintos tamaños, de vehículos de motor. Algunos, con componentes y complementos, estaban muy logrados. Conducirlos por calles y plazas era siempre objeto de atención.
Las chicas jugaban al tejo, con distintos niveles de dificultad, aunque el más común era el de lanzar una hoja, una flor o un elemento vegetal sobre una pista de diez pasos que era dibujada previamente sobre el suelo. Se trataba de completar el trayecto, ida y vuelta, saltando a veces sobre un solo pie.
También saltaban a la soga, en solitario o sobre la que sostenían otras dos en sus extremos. Podían pasar horas practicando, posiblemente ignorando los beneficios físicos que comportaba.
Ellas, igualmente, disfrutaban de temporadas como, por ejemplo, la del pañuelo. En un lateral del hipotético centro de una cancha se colocaba una persona neutral con un pañuelo en la mano. Cuando cantaba el número de las jugadoras, salían corriendo hacia la que sostenía la prenda. Quien primero se hacía con ella y volvía al límite de su franja sin ser alcanzada ganaba el lance.
Otra fue la del brilé, o balón-tiro, practicado corrientemente en la calle o en el exterior de los colegios, hasta que se avergonzaban y dejaban de hacerlo. Dos equipos con un número de jugadores variable. El juego consistía en lanzar una pelota -cuando las había, de tenis- sobre el cuerpo de alguna rival. Si era alcanzada, quedaba eliminada. Y así, hasta que hubiera una vencedora o se aceptaba el empate una a una.
Si los chicos tuvieron boliches y trompo, ellas disfrutaron con el diábolo, un juguete de circo, para malabaristas, una especie de carrete elaborada con dos semiesferas huecas unidas por su parte convexa por medio de un eje metálico. Con una cuerda atada a dos palillos, había que bailarlo y lanzarlo al aire para volver a recogerlo. Cuando se fallaba, naturalmente, se perdía. Aunque las disputas surgían cuando la competición se establecía para determinar quién lo aventaba más alto.
Por terminar este fragmento de juegos, bueno será evocar la madrugada o las primeras horas del 6 de enero, festividad de la Epifanía. La ilusión y la ansiedad se desbordaban, después de colocar los zapatos en ventanas y balcones. La costumbre era ir muy temprano a la casa de los abuelos o de los tíos “a recoger los Reyes”. A veces solos, según las edades o la proximidad, y otras acompañados por algún familiar, todos iban en busca de los juguetes o regalos que a menudo se lucían de inmediato en la plaza. Los mayores, durante muchos años, especialmente en la posguerra, se conformaban con una naranja, una bolsita de higos, unos calzoncillos o un par de calcetines. Después, vendría la época de los perfumes, los anillos, los libros y otros presentes (Continuará).
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