Se cumple año y medio de aquel apagón analógico que nos traería -supuestamente- las luces de la Televisión Digital Terrestre (TDT): una regulación, un esfuerzo, más empleo, más oportunidades, más calidad, más competitividad, más pluralismo... De todo eso se hablaba en los albores del nuevo modelo de aplicación tecnológica a la señal televisiva, transmitida posteriormente por ondas hercianas terrestres, o sea, a través de la atmósfera sin necesidad de cable o satélite en tanto que se recibe por medio de antenas UHF convencionales. Que eso es la TDT.
Todo muy atrayente, otro paso decisivo hacia la modernidad en el marco de la sociedad de la información. Pero la realidad ha sido bien diferente, hasta el punto de que, a imagen y semejanza de la burbuja inmobiliaria, ya se habla de burbuja audiovisual. Si aquella estalló y detonó la mayor depresión que se recuerda tras la Segunda Guerra Mundial, la audiovisual ya casi no se sostiene y pone al desnudo la artificialidad con que fue concebida. La crisis sólo ha venido a agravar la fragilidad. La tarta publicitaria sigue menguando: una porción es cada vez más costosa y sólo está al alcance de unos pocos. Que la audiencia se haya dispersado o haya caído hasta índices alarmantes revela el calvario que ahora mismo viven la mayoría de canales.
Y claro, la regulación apenas ha resultado una quimera. La pretendida legalización y la consecuente competencia con las mismas reglas y en las mismas condiciones han estallado: algunas concesiones literalmente se han volatilizado. El esfuerzo quedó en los estudios preliminares y en la inversión primeriza: faltó consistencia empresarial, no había proyectos bien respaldados, conscientemente aptos para competir en el sector. Lo de ‘más empleo’ suena a chiste: decenas de profesionales, licenciados y operarios perdieron su puesto de trabajo. No hubo más oportunidades, ni para ellos ni para los empresarios interesados ni para los usuarios del producto televisivo. La calidad fue disminuyendo a borbotones entre quienes con notorias dificultades han ido timoneando y subsistiendo. Poco de competitividad: en esas circunstancias es difícil hacer una programación que esté en consonancia, que responda a las exigencias y los gustos de los televidentes. Y en cuanto al pluralismo, no parece que se haya enriquecido: los sesgos y la tendenciosidad, prácticamente en la misma dirección a la derecha política o a poderes económicos muy localizados, son evidentes.
España, tras el Reino Unido, es el país de la Unión Europea (UE) con mayor número de televisiones. En las dos provincias canarias, las numerosas señales de las estaciones públicas y privadas son cada vez más débiles, no sólo técnicamente sino desde los demás puntos de vista de continuidad estable de un medio de comunicación audiovisual. Si tomamos en cuenta los datos de algún instituto nacional de medición publicitaria que señalan una caída de casi un 6% en la facturación durante el primer semestre, podemos hacernos una idea de lo que habrá ocurrido en nuestra Comunidad Autónoma. Es natural que algunas señales hayan ido a negro y otras anden boqueando, a la espera de algún imprevisible milagro.
Así las cosas, los próximos tiempos van a estar caracterizados por la incertidumbre. La TDT se ha convertido en un mar proceloso y flotar en él requiere destreza titánica. Hasta para las televisiones públicas, sobre las que se ciernen negros nubarrones en orden a su financiación. Algunas, dependientes de ayuntamientos, ya han cerrado sus puertas. Otras, bajo el paraguas de la administración autonómica, se tambalean y las inyecciones de dinero público son cada vez más escasas. El caso de RadioTelevisión Española (RTVE) es excepcional: el burdo episodio que hace poco anticipó una suerte de control ideológico-político contrasta con datos de inmensa satisfacción de sus espectadores, que no quieren anuncios, y con los liderazgos indiscutibles de sus espacios informativos.
La experiencia, pues, al cabo de año y medio, va dejando más sombras que luces. La modalidad tecnológica arroja un reguero de fracaso que, en el caso de Canarias, se hace doloroso, sobre todo, en la pérdida de empleo, extensible también, por cierto, al ámbito radiofónico si no hay revisión de las preadjudicaciones del concurso público de concesión de licencias.
Más allá del debate sobre si son necesarias o no las televisiones públicas, y a la espera de contrastar la privatización de las mismas como única alternativa -siempre pasa lo mismo: unos pocos aprovechándose de lo público ruinoso o deteriorado- habrá que hacer auténticos esfuerzos para superar las turbulencias. Que nadie espere milagros para lograr un modelo racional y válido en el que, sin pretender las excelencias que nos vendieron cuando la TDT iba a hacer acto de aparición, al menos lata un espíritu de racionalidad que procure una programación digna, que garantice derechos y libertades y esté a la altura de los tiempos que corren.
Todo muy atrayente, otro paso decisivo hacia la modernidad en el marco de la sociedad de la información. Pero la realidad ha sido bien diferente, hasta el punto de que, a imagen y semejanza de la burbuja inmobiliaria, ya se habla de burbuja audiovisual. Si aquella estalló y detonó la mayor depresión que se recuerda tras la Segunda Guerra Mundial, la audiovisual ya casi no se sostiene y pone al desnudo la artificialidad con que fue concebida. La crisis sólo ha venido a agravar la fragilidad. La tarta publicitaria sigue menguando: una porción es cada vez más costosa y sólo está al alcance de unos pocos. Que la audiencia se haya dispersado o haya caído hasta índices alarmantes revela el calvario que ahora mismo viven la mayoría de canales.
Y claro, la regulación apenas ha resultado una quimera. La pretendida legalización y la consecuente competencia con las mismas reglas y en las mismas condiciones han estallado: algunas concesiones literalmente se han volatilizado. El esfuerzo quedó en los estudios preliminares y en la inversión primeriza: faltó consistencia empresarial, no había proyectos bien respaldados, conscientemente aptos para competir en el sector. Lo de ‘más empleo’ suena a chiste: decenas de profesionales, licenciados y operarios perdieron su puesto de trabajo. No hubo más oportunidades, ni para ellos ni para los empresarios interesados ni para los usuarios del producto televisivo. La calidad fue disminuyendo a borbotones entre quienes con notorias dificultades han ido timoneando y subsistiendo. Poco de competitividad: en esas circunstancias es difícil hacer una programación que esté en consonancia, que responda a las exigencias y los gustos de los televidentes. Y en cuanto al pluralismo, no parece que se haya enriquecido: los sesgos y la tendenciosidad, prácticamente en la misma dirección a la derecha política o a poderes económicos muy localizados, son evidentes.
España, tras el Reino Unido, es el país de la Unión Europea (UE) con mayor número de televisiones. En las dos provincias canarias, las numerosas señales de las estaciones públicas y privadas son cada vez más débiles, no sólo técnicamente sino desde los demás puntos de vista de continuidad estable de un medio de comunicación audiovisual. Si tomamos en cuenta los datos de algún instituto nacional de medición publicitaria que señalan una caída de casi un 6% en la facturación durante el primer semestre, podemos hacernos una idea de lo que habrá ocurrido en nuestra Comunidad Autónoma. Es natural que algunas señales hayan ido a negro y otras anden boqueando, a la espera de algún imprevisible milagro.
Así las cosas, los próximos tiempos van a estar caracterizados por la incertidumbre. La TDT se ha convertido en un mar proceloso y flotar en él requiere destreza titánica. Hasta para las televisiones públicas, sobre las que se ciernen negros nubarrones en orden a su financiación. Algunas, dependientes de ayuntamientos, ya han cerrado sus puertas. Otras, bajo el paraguas de la administración autonómica, se tambalean y las inyecciones de dinero público son cada vez más escasas. El caso de RadioTelevisión Española (RTVE) es excepcional: el burdo episodio que hace poco anticipó una suerte de control ideológico-político contrasta con datos de inmensa satisfacción de sus espectadores, que no quieren anuncios, y con los liderazgos indiscutibles de sus espacios informativos.
La experiencia, pues, al cabo de año y medio, va dejando más sombras que luces. La modalidad tecnológica arroja un reguero de fracaso que, en el caso de Canarias, se hace doloroso, sobre todo, en la pérdida de empleo, extensible también, por cierto, al ámbito radiofónico si no hay revisión de las preadjudicaciones del concurso público de concesión de licencias.
Más allá del debate sobre si son necesarias o no las televisiones públicas, y a la espera de contrastar la privatización de las mismas como única alternativa -siempre pasa lo mismo: unos pocos aprovechándose de lo público ruinoso o deteriorado- habrá que hacer auténticos esfuerzos para superar las turbulencias. Que nadie espere milagros para lograr un modelo racional y válido en el que, sin pretender las excelencias que nos vendieron cuando la TDT iba a hacer acto de aparición, al menos lata un espíritu de racionalidad que procure una programación digna, que garantice derechos y libertades y esté a la altura de los tiempos que corren.
(Publicado en Tangentes, número 39, octubre 2011)
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