¿Cómo se ha de proceder cuando se prueba o se certifica que se ha publicado una información que es errónea? El debate se alarga y no es fácil obtener una conclusión generalmente aceptada. Abundan las dudas y los reproches. En cualquier discusión, abundan las preguntas: ¿qué hacer cuando el periodista o el redactor se equivoca, cuando publica un dato o un hecho que no se ajusta a la realidad? ¿Va a rectificar o seguirá gozando del inmenso privilegio de la impunidad?
El director de ‘Univisión Investiga’, uno de los periodistas latinoamericanos más prestigiosos, Gerardo Reyes, establece una premisa sencilla: “Reconocer los hechos errados”. Se trata, según discierne, “de una cuestión de justicia con el afectado y con los lectores”. Eso es lo principal. El daño potencial a la credibilidad del autor queda, en su opinión, en segundo plano.
Al ocuparse del asunto, en su ánimo de especializarse en la investigación y la lucha contra la corrupción, el periodista salvadoreño, Moisés Alvarado, considera que “el periodismo debería ser siempre un ejercicio de precisión. Uno en el que cada dato es contrastado y verificado. Sin embargo, hasta a los mejores se les puede colar un error de información. Y esto no debe traducirse en el temor de que todo el trabajo realizado se desmorone. O que una carrera esté en peligro por reconocerlo. “El esfuerzo del periodista no evitará completamente los errores”, debería ser un mantra para aquel que ejerce este oficio.
Sostiene Alvarado que el primero en reconocer el error de forma pública debe ser el medio de comunicación, responsable último de la información que se publica en su plataforma. Así, el periodista autor de la información o el artículo no verá un impacto tan potente en su reputación, lo que le permitirá seguir ejerciendo su trabajo con la lección aprendida. “Antes de eso, el periodista debe ser transparente con su editor y exponer honestamente qué pasos se hicieron mal”, explica.
Por su parte, el editor-jefe de “La Prensa Gráfica”, uno de los medios más importantes de El Salvador, Daniel Valencia señala un aspecto que es trascendental en el caso que nos ocupa: la corrección debe ir en consonancia con el error cometido. “Si se trata de una cuestión de redacción, puede corregirse sin mayores aspavientos. Sin embargo, cuando el error es fáctico, debe dejarse constancia de que se cometió y que se corrigió en su justa medida. En un medio digital, esto se puede solventar, simplemente, con una nota a pie de página en la que se señale cuál era la información errada y con qué nuevos datos se sustituyó. En casos extremos, la información incluso se debería suprimir por completo en la pieza”, pide tener en cuenta Alvarado.
“No hacerlo de esta manera es no ser coherentes con nuestro trabajo. Si exigimos transparencia de los funcionarios respecto a sus actuaciones, nosotros también debemos transparentar nuestros errores con nuestros lectores”, dice Valencia, a quien una equivocación al consignar el nombre de una diplomática en un listado de beneficiarios de una contratación pública se le quedó marcada a fuego para nunca más señalar a una persona con nombre y apellido sin antes hacer todos los esfuerzos a su alcance para conseguir su versión.
La pregunta es si merece la pena dejar constancia de que se ha cometido un error. En España y en Canarias, los medios escritos son poco propensos a publicar notas de rectificación. Hay criterios que inciden en los bajos índices de lectura y, por lo tanto, es preferible no hacer nada para no alargar el recorrido.
Pero siendo los contextos y las circunstancias sociopolíticas diferentes –el reconocimiento de los errores en espacios plagados de autoritarismo, hay que sobreentender que es más complicado- los periodistas citados, Gerardo Reyes y Daniel Valencia, responden afirmativamente a la pregunta, “pues esta posibilidad no es un elemento a tener en cuenta en el deber último de dar información de calidad a sus audiencias. La información la van a atacar siempre, se haya o no cometido errores”, estima Valencia.
El reconocimiento de un error también es una muestra de respeto con el oficio de informar, un servicio público de vital importancia. Así lo expone un artículo del Consultorio de Ética de la Fundación Gabo, que lo compara con el servicio de agua potable de una ciudad: “Así como en el caso de una contaminación del acueducto, es clara la obligación de la empresa de advertir a la población y de proveer agua no contaminada, en el servicio de información es un deber, sin duda alguna, advertir a los receptores sobre el error y, luego, suministrar la información verdadera”.
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