Las elecciones presidenciales en Venezuela han
abonado la fractura social en el país que, si antes de ir a las urnas, rezumaba
incertidumbre por todos los poros, ahora, con unos resultados controvertidos y
contradictorios, aparece, además de aislado, abandonado a su suerte, sin rumbo,
con una revolución que palidece progresivamente y cada vez más desestructurado.
Se mantiene un régimen político degradado por
días o por horas, proclive a una quiebra de la institucionalidad, y en el que
solo el ejército –donde tímidamente afloran algunas divergencias-, aparte de
mostrarse leal, conserva la entereza, por ahora para prestar cobertura a
quienes ostentan el poder. Desde hace años se instaló el país un régimen
totalitario, por lo tanto, nada democrático, por consiguiente, generador de
descontentos y de un malestar que se extiende sin remisión por todos los
meandros del país.
El régimen ha ido perdiendo crédito y
credibilidad. Ha sido incapaz de sostener los mínimos pilares de un sistema y
de unos organismos electorales que subsisten en medio de una clima generalizado
de sospecha y desconfianza. Bastante hacen los candidatos y los ciudadanos con
participar, a durísimas penas, según se ha visto. Cómo serán manipulables y
tramposas las entretelas de ese sistema, que el Centro Carter, una organización
sin fines de lucro fundada en 1982 por el ex presidente Jimmy Carter y su esposa
Rosalynn, tras su actuación como observador en el proceso electoral venezolano,
decidió poner pies en polvorosa no sin antes dejar un nítido mensaje: “La
elección no puede considerarse democrática”.
No la estimaba ajustada a parámetros y estándares internacional de
integridad electoral. El Centro Carter, precisemos, enfatiza
la acción y los resultados. Basándose en investigaciones y análisis detallados,
está preparado para llevar a cabo acciones en situaciones complejas. De acuerdo
con sus principios fundamentales, la organización no busca duplicar los
esfuerzos efectivos realizados por otros. Apunta a atacar problemas complejos,
y reconoce la posibilidad del fracaso como un riesgo aceptable. Centro Carter
señala que no está alineado con ninguna de las partes, y actúa siempre en forma
neutral en la resolución de disputas. Finalmente, el Centro cree firmemente que
las personas pueden mejorar sus vidas si se les proporciona los conocimientos y
el acceso a los recursos necesarios.
Pues bien, llegó, observó y se
marchó, dejando al régimen chavomadurista contabilizando las bajas por
desórdenes y protestas sociales y otras causas cuya fehaciente expresión fueron
las caceroladas, incluso en los sectores populares, en aquellas ciudades y
distritos, vaya, donde la revolución bonita –o así fue calificada
durante un tiempo por las propias autoridades venezolanas- se había hecho
sugerente y había triunfado.
La pregunta es clara: ¿qué va a
pasar? El régimen no cederá ni un ápice. Pero lo ocurrido deja muchas heridas
ante las que “el bravo pueblo” tampoco se resignará. Es imposible saber cuánto
se prolongará su sufrimiento y hasta dónde resistirá en la búsqueda de mejores
condiciones de vida. El régimen continuará apretando, hasta donde aguanten los
resortes del totalitarismo. El petróleo seguirá siendo recurso de negociación
para estirar los apremios, los descontentos, la inflación, la balanza de pagos
y lo que queda del Estado del Bienestar, que debe estar ya bajo mínimos.
Los prebostes del régimen deben
ser conscientes de que la situación es difícilmente sostenible. No tiene
credibilidad ni capacidad para vertebrar una alternativa que devuelva al país a
parámetros de convivencia y pluralismo que o no se dibujan o aparecen muy
difusos en el horizonte.
Pobre Venezuela, lo que han
hecho de ella. Atrapada, sin salida. Con permiso de Milos Forman.
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