Se cumplen siete años del fallecimiento de Roberto Hernández Illada, un irrepetible
dirigente deportivo del Puerto de la Cruz, cuyo nombre debería ser honrado con
una instalación, por ejemplo, el nuevo Centro Insular de Deportes Acuáticos,
cuyas obras están prácticamente finalizadas, pendientes de la señalización de
una fecha para darlas por concluidas oficialmente y quedar abiertas a la
utilización de deportistas y público.
Roberto, el
último romántico –como le tratamos reiteradamente durante su intensa actividad
deportiva-, dedicó al Club Natación Martiánez un quehacer indesmayable. Podría
hacer frío y viento en aquella antigua piscina deportiva municipal, que él
siempre estaría localizable en aquellas modestas instalaciones donde seguían
materializándose las ilusiones de muchos niños y jóvenes de la ciudad y del
norte tinerfeño que aprendían a nadar y luego competían desafiando
imponderables.
Roberto había
rescatado, además, el espíritu de aquel club y de aquellos deportistas que
llevaron el nombre de Martiánez en los inolvidables años sesenta del pasado
siglo a los ámbitos deportivos convencionales, cuando trataba de ganar un
espacio junto al fútbol regional, el baloncesto y la lucha canaria. Los
portuenses, que llegaron a contar con un campeón de España, como Fermín
Rodríguez, fueron tenaces, conscientes de lo costoso que iban a resultar la
disciplinas minoritarias y jamás se rindieron. La prueba es que muchos años
después, superada la etapa de las piscinas de San Telmo (o de Gilbert, que así
también eran reconocidas), resurgieron aquellos entusiastas afanes en las
instalaciones del paseo Luis Lavaggi, frente al cementerio católico de San Carlos.
Ahí estaba,
con su modestia de siempre, Roberto Herrnández Illada, al que habían arrojado a la piscina para
celebrar un ascenso o una permanencia, cuando los equipos peninsulares
desfilaban para sufrir amargos reveses y, de paso, quejándose del frío
ambiental (en invierno) y de la temperatura del agua. La naturaleza era
aliada de la garra del Martiánez,
alentado por las expresiones de ánimo del ‘eterno’ Roberto.
Muchos años
antes, había sido un baluarte decisivo en el ascenso a Primera categoría del
Club Deportivo Puerto Cruz, tras los célebres encuentros frente al Juventud
Silense y el Estrella lagunero. Roberto
se levantaba de madrugada para regar y acondicionar la vieja cazuela.
Allí guió los primeros pasos futbolísticos de generaciones de jóvenes
portuenses, a los que inculcaba valores de formación (que no fumaran, era su
obsesión). Creó y puso en marcha el siempre recordado Juvenil Once Piratas,
destacada representación en las categorías insulares y nutriente, durante
décadas, de los equipos portuenses y del valle de La Orotava.
Siempre
pendiente de los jóvenes, animado por el más amateur de los espíritus
deportivos, aún tuvo tiempo de extender su ejemplo cuando se hizo cargo del
Atlético Puerto Cruz, un conjunto en el que tenían cabida aquellos jugadores
que no habían triunfado o no tenían continuidad en los de categoría superior.
Después, con
las reestructuraciones de los estratos balompédicos y un par de descensos, más el impulso cobrado por el Tenerife
compitiendo ya en las máximas escalas, el fútbol regional entró en una
decadencia de la que no se repone.
Seguro que le
hacen falta dirigentes como Roberto Hernández Illada a quien recordamos en este
séptimo aniversario de su fallecimiento con la esperanza de que su nombre se
vea perpetuado en la flamante instalación a punto de estrenarse tras una
ambiciosa remodelación. En ella desarrolló buena parte de su dedicación y de su
trabajo desinteresado.
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