El título de uno de los numerosos libros de Juan Cruz Ruiz,
Egos revueltos, parece apropiado para tratar de entender la crisis del
Puerto de la Cruz, con la presentación de una moci`´ón de censura a su alcalde,
la tercera en veintinueve años de los cuarenta y cinco que ya dura la
democracia municipal, siempre contra alcaldes socialistas y siempre con
Coalición Canaria (CC) con el dedo en el gatillo de una figura legítima (la
censura) tras las tramas correspondientes, en las que también aparece el Partido
Popular (PP), y a una de las cuales se suma ahora la Asamblea Ciudadana
Portuense (ACP), hasta hace nada denostada públicamente (bolivarianos,
comunistas…) por quienes ahora van a ser sus socios de gobierno. Aunque eso, en
la política de nuestros días, es peccata minuta. La ley es lo que
importa: mayoría simple de concejales. Uno más que los ganadores, que se
quedaron a catorce votos de la mayoría para gobernar en solitario y no tener
que probar ahora, otra vez, el acíbar de la pérdida del poder.
De manera que no por el contenido de aquel libro, pero sí
por el título, esta nueva censura portuense parece latir –al menos, en su fase
preliminar que, en el contexto de la peculiar idiosincrasia portuense, suscita
toda suerte de controversias- un ánimo sinónimo de anhelos, de aspiraciones, de
personalismos, afanes y revanchas que desdibujan, como no podía ser de otra
manera, el sustrato ideológico de la iniciativa. Son los egos de las minucias,
de estas prácticas políticas de nuestros días, impulsadas por el acceso f´ácil
y estable al sueldo, los egos que se revuelven en sus propias necesidades y
carencias. Aunque, eso sí: en nombre de la ciudad y de los sacrosantos
intereses comunes, de su buen nombre (¡faltaría más!) que hay que defender. Los
egos revueltos que se llevan por delante a la coherencia y lo que haga falta.
Total, van a tocar los cielos mientras los de siempre vuelven a ser
penalizados, es probable que por sus propios errores.
La vida en los pueblos pequeños se va desgranando al compás
de sus miserias, de sus pequeñeces, de diferencias intergeneracionales y de los
odios que están de moda. Que también influyen, por supuesto. Cuando menudean
los recelos políticos y no hay diálogo, la convivencia y las alianzas se tornan
inalcanzables. Si ello va trufado de personalismos y ambiciones, con tal de
alimentar los intereses partidistas, es fácil concluir que los desencuentros
solo se resuelven hablando. En política de alianzas –una obviedad, pero hay que
repetirla- las partes tienen que ceder y luego acreditar, con obras y estilo,
que aquellas decisiones tenían razón de ser y los pasos se están dando.
El caso es que toda esta política revoltillada sigue
alejando a la ciudadanía que quiere algo más que pan y circo. Ahorrémonos, por
tanto, los colgantes.
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