No hay cine en los pueblos. Han ido cerrando las salas que cedieron ante el empuje de nuevas fórmulas, casi todas vinculadas a los grandes centros comerciales, todo -dicen- por la comodidad y gratuidad del aparcamiento, como si los gastos de desplazamiento, las molestias y las demoras para acceder no importaran.
Durante años, durante décadas más bien, los cines fueron la única fuente de conocimiento del exterior, aunque proyectaran previamente el NO-DO, un noticiario documental español concebido para la exaltación del régimen predemocrático. En los cines supimos que había vida más allá de las coordenadas que nos tocaron. En todos, un denominador común; el 'gallinero', el graderío popular, el de la entrada más barata. Descubrimos otros mundos, otras culturas, otro modo de interpretar la realidad (la conocida y la de más allá) y los sentimientos.
El cine nos hizo imaginar al tiempo que creó hábitos y usos sociales. En el Puerto de la Cruz, por ejemplo, quizá a base de acudir todos los días o unas cuantas veces a la semana, había auténticos críticos, personas que presumían de entender de cine. No sabían nada de técnica cinematográfica, apenas memorizaban los nombres de directores, les daba igual la proyección en thecnicolor que cinemascope. Pero sabían. O decían saber. Tal es así que un portero-acomodador, ejerciente de otros oficios y que presumía también de meteorólogo, era consultado a menudo por el personal:
-¿Cómo está la película?
Y el hombre respondía seguro y ufano:
“Esta no es para ti sino para público selecto. Ven mañana que dan una de
indios”.
De aquellos años de cine, anunciado en cartelera radiofónica como un sonsonete monocorde, con horarios y todo, sujeto a la calificación moral de espectáculos que se repartían entre las autoridades políticas y eclesiásticas, mientras la sombra de la censura planeaba sin descanso, quedan algunos hechos que incidían en el comportamiento de los propios espectadores.
Ir a ver los cuadros del cine, por ejemplo, se convirtió en un ritual. Eran fotogramas de la película de próxima proyección, complementados por el poster o cartel anunciador. Eran escrutados con explicaciones gestuales. No se interpretaba la creación de un pintor -eran pocas, en realidad, las exposiciones de entonces- pero sí un cuadro con una escena, a base de explicaciones gestuales que escrutaban hasta el color.
En las taquillas de algunas salas, al adquirir la localidad o la entrada, daban un emblema que simbolizaba la representación de alguna figura o un escudo heráldico -nunca vimos de localidades canarias- con una leyenda alusiva. Claro que hubo coleccionistas, en tanto que se extendió la creencia -probablemente exagerada o deformada- de que rechazarlo era señal de mala educación y hasta de desafección. Y que el taquillero -luego también los porteros que repartían- tomaba
nota.
Luego estaban las contraseñas. Era una ficha o cartulina de diversos colores que los propios porteros y acomodadores distribuían al
descanso o entreacto entre quienes preferían salir de la sala a
tomar algo o fumar un cigarrillo. Había quien las guardaba para otra
sesión en que el acceso a la segunda parte estuviera guiado por el mismo color. Hoy en día, no son necesarias. Es que no hay descansos. Por eso, las contraseñas cobraron otra vida, sobre todo en el ciberespacio, válida en otros muchos menesteres. Juan Cruz Ruiz
escribió hace un tiempo que, en general, estamos bajo la sombra de las contraseñas. Entonces, utilizando sus palabras de ahora, eran como el resguardo de una consigna. En realidad, eran un
salvoconducto rudimentario para seguir viendo la segunda fase de la película.
Y además estaban las estampas, material también para coleccionistas que utilizaban cajas de zapatos para conservarlas. En algunos caso, álbumes de fotografías. Eran afiches de distinto tamaño que reproducían el cartel anunciador de la película. Las estampas ilustraban, de cuando en cuando, las conversaciones; servían para evocar papeles de galanes y actrices y metían a quienes las poseían y hacían uso de ellas en la magia envolvente del cinematógrafo.
Durante años, durante décadas más bien, los cines fueron la única fuente de conocimiento del exterior, aunque proyectaran previamente el NO-DO, un noticiario documental español concebido para la exaltación del régimen predemocrático. En los cines supimos que había vida más allá de las coordenadas que nos tocaron. En todos, un denominador común; el 'gallinero', el graderío popular, el de la entrada más barata. Descubrimos otros mundos, otras culturas, otro modo de interpretar la realidad (la conocida y la de más allá) y los sentimientos.
El cine nos hizo imaginar al tiempo que creó hábitos y usos sociales. En el Puerto de la Cruz, por ejemplo, quizá a base de acudir todos los días o unas cuantas veces a la semana, había auténticos críticos, personas que presumían de entender de cine. No sabían nada de técnica cinematográfica, apenas memorizaban los nombres de directores, les daba igual la proyección en thecnicolor que cinemascope. Pero sabían. O decían saber. Tal es así que un portero-acomodador, ejerciente de otros oficios y que presumía también de meteorólogo, era consultado a menudo por el personal:
-¿Cómo está la película?
Y el hombre respondía seguro y ufano:
“Esta no es para ti sino para público selecto. Ven mañana que dan una de
indios”.
De aquellos años de cine, anunciado en cartelera radiofónica como un sonsonete monocorde, con horarios y todo, sujeto a la calificación moral de espectáculos que se repartían entre las autoridades políticas y eclesiásticas, mientras la sombra de la censura planeaba sin descanso, quedan algunos hechos que incidían en el comportamiento de los propios espectadores.
Ir a ver los cuadros del cine, por ejemplo, se convirtió en un ritual. Eran fotogramas de la película de próxima proyección, complementados por el poster o cartel anunciador. Eran escrutados con explicaciones gestuales. No se interpretaba la creación de un pintor -eran pocas, en realidad, las exposiciones de entonces- pero sí un cuadro con una escena, a base de explicaciones gestuales que escrutaban hasta el color.
En las taquillas de algunas salas, al adquirir la localidad o la entrada, daban un emblema que simbolizaba la representación de alguna figura o un escudo heráldico -nunca vimos de localidades canarias- con una leyenda alusiva. Claro que hubo coleccionistas, en tanto que se extendió la creencia -probablemente exagerada o deformada- de que rechazarlo era señal de mala educación y hasta de desafección. Y que el taquillero -luego también los porteros que repartían- tomaba
nota.
Luego estaban las contraseñas. Era una ficha o cartulina de diversos colores que los propios porteros y acomodadores distribuían al
descanso o entreacto entre quienes preferían salir de la sala a
tomar algo o fumar un cigarrillo. Había quien las guardaba para otra
sesión en que el acceso a la segunda parte estuviera guiado por el mismo color. Hoy en día, no son necesarias. Es que no hay descansos. Por eso, las contraseñas cobraron otra vida, sobre todo en el ciberespacio, válida en otros muchos menesteres. Juan Cruz Ruiz
escribió hace un tiempo que, en general, estamos bajo la sombra de las contraseñas. Entonces, utilizando sus palabras de ahora, eran como el resguardo de una consigna. En realidad, eran un
salvoconducto rudimentario para seguir viendo la segunda fase de la película.
Y además estaban las estampas, material también para coleccionistas que utilizaban cajas de zapatos para conservarlas. En algunos caso, álbumes de fotografías. Eran afiches de distinto tamaño que reproducían el cartel anunciador de la película. Las estampas ilustraban, de cuando en cuando, las conversaciones; servían para evocar papeles de galanes y actrices y metían a quienes las poseían y hacían uso de ellas en la magia envolvente del cinematógrafo.
Aunque luego se quedaran en la elemental consideración del “fulano” para identificar al protagonista. O a “la chica”, para aludir a la heroína.
Publicado en Tangentes, noviembre 2011
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