Una semana después de las elecciones legislativas, y salvo esporádicas apariciones de responsables del Partido Popular y del presidente in pectore que no permiten vislumbrar mucha concreción en las aplicaciones gubernamentales futuras, es llamativo que hayan interesado más -al menos, mediáticamente- los derivados del descalabro y la sucesión en el Partido Socialista Obrero Español que los propios planes de los conservadores a los que esta vez no hizo falta, por cierto, su sempiterna apelación centrista, aunque deben ser conscientes de que cuentan con un montón de votos prestados, a la espera de cómo gestionan la crisis y si hallan una salida.
Los socialistas están situados en un trance histórico. Salen heridos, Zapatero dixit, de la derrota electoral que ya había tenido un anticipo sustantivo en la cita de mayo. Pero es que la notable pérdida de cuotas de poder territorial y local, unida a la más reducida representación parlamentaria tras la reinstauración de la democracia para afrontar tareas de oposición, hacen más complicada la gestión de ese trance.
Está ya convocado el Congreso Federal del que saldrá la nueva dirección. Ya se verá cómo evoluciona la fase preparatoria pero, sobre el papel, siete días después de los comicios, dos escenarios se vislumbran a la espera de que no haya propósito de flagelo público: uno primero, en el que se optaría por una solución de integración y renovación en torno a la figura de Pérez Rubalcaba, que no es exclusivo responsable del revés y puede concentrar un respaldo orgánico apreciable; y un segundo proclive a la concurrencia libre de canidatos a la secretaría general, capaces de aglutinar avales y apoyos territoriales y presentarse sin ataduras condicionantes para jugársela en el Congreso en el que decidan, también libremente, los militantes.
Es la hora de éstos, desde luego. Lo apuntaba Carme Chacón, adverando la necesidad de revitalizar la actividad orgánica, tan desaparecida o tan limitada a lo largo de los últimos años, especialmente en las agrupaciones locales. Que hablen los militantes, sí; que lo hagan porque es el principal activo de la organización y están llamados a un papel que no es el de partiquino precisamente ni el de limitarse a pagar las cuotas. Y que hablen en los órganos, necesitados, por cierto, de discursos ideologizados, cargados de alternativas viables, antes de hacerlo produciendo titulares altisonantes o enfrentamientos estériles.
Creemos recordar que fue Abril Martorell, ministro y vicepresidente con Adolfo Suárez, quien, aún en los primeros meses del primer gobierno de Felipe González (1982), le espetó a uno de sus miembros: “Cuidad ese partido, que es un bien de Estado”. En los días que han seguido al estrépito del 20-N, algunas voces sensatas -frente a los ecos de quienes no se conformaron con el importante retroceso sino que aún ansiaban más sangría- han coincidido a la hora de señalar la importancia de un PSOE firme y predispuesto para el buen funcionamiento de la democracia española.
Los socialistas están situados en un trance histórico. Salen heridos, Zapatero dixit, de la derrota electoral que ya había tenido un anticipo sustantivo en la cita de mayo. Pero es que la notable pérdida de cuotas de poder territorial y local, unida a la más reducida representación parlamentaria tras la reinstauración de la democracia para afrontar tareas de oposición, hacen más complicada la gestión de ese trance.
Está ya convocado el Congreso Federal del que saldrá la nueva dirección. Ya se verá cómo evoluciona la fase preparatoria pero, sobre el papel, siete días después de los comicios, dos escenarios se vislumbran a la espera de que no haya propósito de flagelo público: uno primero, en el que se optaría por una solución de integración y renovación en torno a la figura de Pérez Rubalcaba, que no es exclusivo responsable del revés y puede concentrar un respaldo orgánico apreciable; y un segundo proclive a la concurrencia libre de canidatos a la secretaría general, capaces de aglutinar avales y apoyos territoriales y presentarse sin ataduras condicionantes para jugársela en el Congreso en el que decidan, también libremente, los militantes.
Es la hora de éstos, desde luego. Lo apuntaba Carme Chacón, adverando la necesidad de revitalizar la actividad orgánica, tan desaparecida o tan limitada a lo largo de los últimos años, especialmente en las agrupaciones locales. Que hablen los militantes, sí; que lo hagan porque es el principal activo de la organización y están llamados a un papel que no es el de partiquino precisamente ni el de limitarse a pagar las cuotas. Y que hablen en los órganos, necesitados, por cierto, de discursos ideologizados, cargados de alternativas viables, antes de hacerlo produciendo titulares altisonantes o enfrentamientos estériles.
Creemos recordar que fue Abril Martorell, ministro y vicepresidente con Adolfo Suárez, quien, aún en los primeros meses del primer gobierno de Felipe González (1982), le espetó a uno de sus miembros: “Cuidad ese partido, que es un bien de Estado”. En los días que han seguido al estrépito del 20-N, algunas voces sensatas -frente a los ecos de quienes no se conformaron con el importante retroceso sino que aún ansiaban más sangría- han coincidido a la hora de señalar la importancia de un PSOE firme y predispuesto para el buen funcionamiento de la democracia española.
Un partido que ha sabido y ha podido sobreponerse a situaciones delicadas tiene ante sí acaso uno de los desafíos más serios que históricamente pudo acometer. Las circunstancias de ahora, sin saber cuándo y dónde tocará fondo la recesión, hacen más complicada cualquier estrategia para recuperar no sólo apoyos electorales sino la confianza de la ciudadanía que ha castigado porque quería hacerlo y porque entendía que un cambio político era lo que tocaba. En la adversidad es donde hay que acreditar solvencia. Y que la perciba la ciudadanía.
La hora de los militantes, bien. Y también la de la madurez responsable y exigible ante un panorama plagado de incertidumbre social, política y económica en el que deben haber poco margen para los aventurerismos.
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