jueves, 13 de abril de 2023

LUIS ESPINOSA, LA SAPIENCIA DEL DOCTOR

 

La última vez que nos cruzamos y pudimos saludarnos, él en una silla de ruedas conducida por un sobrino, en la esquina de un perímetro de la portuense plaza del Charco, dijo:

-Te conocí por la voz. Siempre la tuviste de locutor.

Luis Espinosa García-Estrada, ‘don Luis’, el médico, había sido todo con uno: preceptor en bachillerato, doctor, consultor, exégeta, escuchante en la edad provecta… En fin, una de esas personas venerables que, por amistad con el padre entre otras cosas, te va ganando desde la adolescencia hasta terminar considerándole como un referente serio que de todo entiende y al que conviene seguir, siempre para aprender, siempre.

El doctor Espinosa sobrellevó su enfermedad con esa resignación ejemplar que reconoce, sin necesidad de expresarlo, la cohabitación con los achaques se senectud.

En cierta ocasión, pidió:

-No me envíes más emails porque cada vez veo y leo menos.

E interrumpimos, consecuentemente, aquel contacto periódico en el que trataba de nutrirle de información y opinión local. De alguna versión sobre episodios históricos que, procesada en las neuronas de su prodigiosa memoria, merecía algún comentario que contrastábamos e intercambiábamos con fruición.

Con Luis Espinosa aprendimos botánica y geología cuando llegada la hora de la elección de bachiller entre ciencias y letras, hubo que decantarse. El médico enseñaba sin omitir las ocurrencias:

-Dime el color del feldespato. Y no me contestes ni claro ni oscuro, porque esos no son colores, sino tonos-, advirtió en una de aquellas clases vespertinas en que, pese a sus esfuerzos, no hubo manera de que cambiáramos el estudio de los minerales por la inclinación hacia las letras, por los clásicos griegos o La Eneida, la epopeya latina de Virgilio.

En otra oportunidad, nos escayoló en su consulta de la calle Esquivel el hueso escafoides de la mano derecha, tras una caída absurda en El Peñón. “Ven dentro de cuarenta días”, prescribió. ¡Qué precisión la suya! En esa fecha, después de tocar y comprobar, recomendó que uno mismo se desprendiera del yeso, ya gastado. Así lo hicimos y pidió que estirásemos el pulgar hasta que sonasen los huesos.

-¿Duele algo?-, preguntó.

-Nada, don Luis-, respondimos, en un tono de visible liberación.

-Pues venga, a por la siguiente-, despachó en aquella indispensable consulta.

Ya en aquellos años supimos de sus excursiones, de su amor por la naturaleza y el senderismo, practicado a conciencia en sábados, domingos y festivos. Luis Espinosa perteneció a la célebre Peña Baeza que, con Imeldo el fotógrafo al frente, recorrió con fruición los bosques, montes y parajes de la isla, saboreándolos y hasta mimándolos, trazando rutas, disfrutando de nuestro medio natural, de la lluvia, de la neblina, de las mañanas despejadas y límpidas. El médico recomendaba hasta las dosis de avituallamiento doméstico y atendió sobre la marcha alguna lesión sobrevenida, fruto de un resbalón o de una caída. De toda esa experiencia, surgió “Tenerife a pie” (Cabildo Insular), un libro que condensaba las caminatas y otras andanzas, escrito por Vicente Jordán padre.

Espinosa, perteneciente a una extensa familia de educadores y docentes, tuvo una directa relación con el inolvidable colegio de segunda enseñanza ‘Gran Poder de Dios’ a cuyo patronato y claustro contribuyó para estimular la formación de varias generaciones de portuenses. Igualmente, estuvo vinculado al Hospital de la Inmaculada Concepción, donde todas las pacientes esperaban su visita a cualquier hora. Su aportación al nivel asistencial y a las prestaciones de lo que hoy es una residencia de mayores resultó decisiva en diferentes etapas de su existencia.

La sapiencia del doctor Espinosa, su entrega y su sensibilidad, serán recordadas siempre.

 

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