La última vez que
nos cruzamos y pudimos saludarnos, él en una silla de ruedas conducida por un
sobrino, en la esquina de un perímetro de la portuense plaza del Charco, dijo:
-Te conocí por la voz. Siempre la tuviste de
locutor.
Luis Espinosa
García-Estrada, ‘don Luis’, el médico, había sido todo con uno: preceptor en
bachillerato, doctor, consultor, exégeta, escuchante en la edad provecta… En
fin, una de esas personas venerables que, por amistad con el padre entre otras
cosas, te va ganando desde la adolescencia hasta terminar considerándole como
un referente serio que de todo entiende y al que conviene seguir, siempre para
aprender, siempre.
El doctor Espinosa
sobrellevó su enfermedad con esa resignación ejemplar que reconoce, sin
necesidad de expresarlo, la cohabitación con los achaques se senectud.
En cierta ocasión,
pidió:
-No me envíes más
emails porque cada vez veo y leo menos.
E interrumpimos,
consecuentemente, aquel contacto periódico en el que trataba de nutrirle de
información y opinión local. De alguna versión sobre episodios históricos que,
procesada en las neuronas de su prodigiosa memoria, merecía algún comentario
que contrastábamos e intercambiábamos con fruición.
Con Luis Espinosa
aprendimos botánica y geología cuando llegada la hora de la elección de
bachiller entre ciencias y letras, hubo que decantarse. El médico enseñaba sin
omitir las ocurrencias:
-Dime el color del
feldespato. Y no me contestes ni claro ni oscuro, porque esos no son colores,
sino tonos-, advirtió en una de aquellas clases vespertinas en que, pese a sus
esfuerzos, no hubo manera de que cambiáramos el estudio de los minerales por la
inclinación hacia las letras, por los clásicos griegos o La Eneida, la epopeya
latina de Virgilio.
En otra
oportunidad, nos escayoló en su consulta de la calle Esquivel el hueso
escafoides de la mano derecha, tras una caída absurda en El Peñón. “Ven dentro
de cuarenta días”, prescribió. ¡Qué precisión la suya! En esa fecha, después de
tocar y comprobar, recomendó que uno mismo se desprendiera del yeso, ya
gastado. Así lo hicimos y pidió que estirásemos el pulgar hasta que sonasen los
huesos.
-¿Duele algo?-,
preguntó.
-Nada, don Luis-,
respondimos, en un tono de visible liberación.
-Pues venga, a por
la siguiente-, despachó en aquella indispensable consulta.
Ya en aquellos
años supimos de sus excursiones, de su amor por la naturaleza y el senderismo,
practicado a conciencia en sábados, domingos y festivos. Luis Espinosa
perteneció a la célebre Peña Baeza que, con Imeldo el fotógrafo al frente,
recorrió con fruición los bosques, montes y parajes de la isla, saboreándolos y
hasta mimándolos, trazando rutas, disfrutando de nuestro medio natural, de la
lluvia, de la neblina, de las mañanas despejadas y límpidas. El médico
recomendaba hasta las dosis de avituallamiento doméstico y atendió sobre la
marcha alguna lesión sobrevenida, fruto de un resbalón o de una caída. De toda
esa experiencia, surgió “Tenerife a pie” (Cabildo Insular), un libro que
condensaba las caminatas y otras andanzas, escrito por Vicente Jordán padre.
Espinosa,
perteneciente a una extensa familia de educadores y docentes, tuvo una directa
relación con el inolvidable colegio de segunda enseñanza ‘Gran Poder de Dios’ a
cuyo patronato y claustro contribuyó para estimular la formación de varias
generaciones de portuenses. Igualmente, estuvo vinculado al Hospital de la
Inmaculada Concepción, donde todas las pacientes esperaban su visita a
cualquier hora. Su aportación al nivel asistencial y a las prestaciones de lo
que hoy es una residencia de mayores resultó decisiva en diferentes etapas de
su existencia.
La sapiencia del
doctor Espinosa, su entrega y su sensibilidad, serán recordadas siempre.
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