Cuando Juan
Barbuzano Martín llegó al Puerto de la Cruz, de la mano de Manuel López
Hernández, un practicante de Las Palmas de Gran Canaria afincado en la ciudad,
donde se hizo muy popular, ya venía precedido de un aura labrada en los
terreros donde exhibía su singular estilismo y su poderío luchístico sobre los
que forjó hazañas individuales, casi siempre centradas en el derribo de un buen
número de adversarios o en inolvidables y decisivas agarradas con rivales de
máxima exigencia.
Años 70 del
pasado siglo. Entradas agotadas en el desaparecido parque San Francisco a donde
acudía gente de todas las latitudes, venidas incluso de su isla natal, El
Hierro, que hacían cola desde horas antes para poder verle luchar. Con qué
alegría abonaban su premio/aportación cuando vencía y daba la vuelta al
recinto.
“¡Ay,
Barbuzano, nunca te gano!”, verso inmortalizado en el Himno a la Lucha Canaria
que cantaran Los Sabandeños.
El luchador,
que era un atleta, técnicamente superdotado, fue labrando una leyenda, desde
Isora, en La Palma, en La Victoria, en el Puerto, en la plaza de toros
capitalina, frente a Santiago Ojeda, el Pollo Mague, Mario Tomás Babache y
otros puntales de la época.
El mismo himno
consagra las cualidades que distinguieron a Barbuzano:
“La lucha
canaria es/ mano al calzón y a la espalda/ genio, destreza y valor / y limpieza
en la mirada”.
Nos parece
estar siguiendo la secuencia con exactitud cronométrica en los movimientos.
Su paisano,
Eligio Hernández Gutiérrez, que lo estudió a fondo desde sus tiempos juveniles,
se entusiasmaba cuando había de relatar una de sus hazañas. Ahora acaba de
escribir una emotiva elegía en la que condensa a los valores del inolvidable
luchador:
“Juan Barbuzano ha encarnado como nadie las virtudes y los
valores de nobleza e hidalguía ancestrales de la lucha canaria y del pueblo
canario. La hidalguía (sinónimo de caballero noble y generoso) y la nobleza del
deportista autóctono canario es mucho más profunda y de mayor grandeza que la
del caballero medieval o que el de la nobleza aristocrática. Nuestro linaje es
el del humilde campesino, que para ser un verdadero caballero, como dijo
Cervantes en boca del hidalgo Quijote, tiene que seguir el camino de la virtud,
el de la más importante, que es la nobleza, de la que Juan Barbuzano ha sido un
arquetipo inigualable, como caballero en el terrero, que nunca tuvo ni un gesto
hostil contra el adversario vencido, al que levantaba del suelo con un abrazo
fraternal, que se premiaba con aplausos multitudinarios”.
No
exagera Hernández cuando asegura en su texto que Barbuzano “elevó la lucha
canaria a la categoría de arte y ciencia”. Y para eso rescata la dimensión
poética de Pedro García Cabrera al ponderar a un luchador imaginario de La
Victoria, donde Barbuzano proporcionó tardes de gloria deportiva:
“Él le imprimía a la lucha
bríos
de cumbres y mares y trabajaba la brega,
desde
el comienzo al remate,
como
un hijo que se gesta
en
el vientre de una madre.
Nunca
se vio luchador
de
tan viriles quilates
caer
vencido en la arena
con
tanto temple y coraje”.
Pero
Barbuzano proyectó sus cualidades en otras especialidades luchísticas, la
grecorromana y el sambo. En la primera fue campeón de España y en sambo, se
proclamó campeón de Europa y subcampeón del mundo, en Teherán. Con esas
conquistas, accedió a la Medalla nacional de plata al Mérito Deportivo. En las
últimas veces que nos cruzamos, mencionaba que conservaba encuadernada la
publicación de un comentario nuestro, encargado por Alfonso García Ramos, a
raíz de su logro en Teherán, aparecido en La Tarde, titulado: “¡Bravo,
Juan!”.
Barbuzano
es leyenda de pleno derecho. Las frases finales de la elegía de Eligio
Hernández lo corroboran:
“La lucha canaria y la memoria de los luchadores como tú,
no morirán nunca, porque está en los veneros del pueblo canario, mientras el
Teide ondee en el Atlántico y se canten las folías, como dijo el poeta Manuel
Verdugo”.
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