Que se incremente o acentúe la corrupción también es culpa de la crisis. A esa conclusión ha llegado el ‘Barómetro Global de la Corrupción 2010’, publicado por la Organización No Gubernamental Transparencia Internacional (TI). Es una de las lacras de la sociedad pero, paradójicamente, no figura -al menos, de forma destacada- en los numerosos balances o ‘rankings’ que se editan o publican al terminar un ciclo. El informe de TI es contundente: el desempleo, la escasez, la necesidad de supervivencia, la economía sumergida y el enriquecimiento fácil son, entre otros, factores apropiados de cultivo para que los poderosos, para que los inescrupulosos y abusadores hagan lo que les venga en gana, esquilmen y exploten llevándose a quien se ponga delante.
España, por cierto, mejora su lugar en el barómetro, aunque un 73% de la población -casi tres cuartas partes, por tanto- percibe que ha crecido. Pasa del puesto 23 (período 2007-10) al 32 de los 86 encuestados. La organización sitúa a Afganistán, Nigeria, Irak e India, seguidos de China, Rusia y gran parte de Oriente próximo entre los diez países más corruptos. Claro que Senegal (88%), Rumania (87%) y Venezuela (86%), seguidos de Papúa Nueva Guinea, Portugal, Perú, Pakistán e Irak, según las respuestas de sus habitantes, van alcanzando en la clasificación niveles preocupantes.
La empresa privada, los organismos religiosos y los partidos políticos son los sectores más corrompidos, según el estudio del que se desprende un claro mensaje: “La corrupción es insidiosa. Hace a la gente perder la fe”. Donde quiera que se cometa, en cualquiera de sus múltiples formas, el daño, en efecto, se va enquistando hasta hacer metástasis. Se empobrece la sociedad hasta perjudicarla sin medida. Porque nocivo es acostumbrarse a ello, convivir con el cáncer, mirar a otro lado, resignarse a la lentitud de la justicia y desazonarse cuando las resoluciones de ésta no se corresponden, en absoluto, con los tratamientos mediáticos, casi siempre apoyados en fuentes de la investigación. Desde luego, se pierde la fe. En el sistema, en las instituciones y en el funcionamiento de los mecanismos de un estado de derecho.
Es lo que sucede en Canarias, donde -ya lo hemos escrito- la sensación de impunidad es muy elevada. Se comete el ilícito porque es probable que no pase nada. Ha tenido que ser precisamente la perseverancia de algunos medios de comunicación la que propició hace poco una revisión de la adjudicación pública de un servicio de hemodiálisis en dos hospitales insulares, preñada, cuando menos de irregularidades y de circunstancias turbias. Puede que ese hecho, la retroacción del expediente, sea insuficiente pero al menos ya se ha logrado que no sea uno más de los casos que se denuncian en la Comunidad Autónoma y que luego quedan en nada, según infeliz apreciación de un destacado responsable político. Ojalá sea el último.
En cualquier caso, los prebostes de los sectores aludidos deberían tener muy en cuenta los resultados del barómetro, siquiera para contrastar cómo sigue empeorando la imagen externa de esas organizaciones que aglutinan amplios sectores sociales. Malo que tengan que moverse por intereses bastardos o que para conseguir determinados fines recurran a métodos espurios. El estudio señala que los españoles comparten la percepción global de que el poder público es el sector más infectado por las prácticas corruptas.
TI deja abierta una puerta a la esperanza: “La gente está dispuesta a actuar”. No estamos muy convencidos de ello pero bueno, es preferible tener una mínima sensibilidad o tomar alguna iniciativa -siquiera de protesta y de inhibición- antes que resignarse o rendirse a la institucionalización de las corruptelas. La pasividad y el carácter acomodaticio de buena parte de la sociedad frenan esa supuesta disposición. Quizá convendría fortalecer o perfeccionar los sistemas de denuncia. Enseñando, porque tampoco es cuestión de participar en una tertulia radiofónica o un espacio televisivo y largar cuatro absurdos indemostrables. Pero no hay que engañarse: los tentáculos son muy largos y muy poderosos. Formación, civismo y concienciación son decisivos para hacer frente a un mal de nuestro tiempo con el que hay tener, sencillamente, tolerancia cero. Porque cuando ese mal provoque un estallido social, será tarde.
España, por cierto, mejora su lugar en el barómetro, aunque un 73% de la población -casi tres cuartas partes, por tanto- percibe que ha crecido. Pasa del puesto 23 (período 2007-10) al 32 de los 86 encuestados. La organización sitúa a Afganistán, Nigeria, Irak e India, seguidos de China, Rusia y gran parte de Oriente próximo entre los diez países más corruptos. Claro que Senegal (88%), Rumania (87%) y Venezuela (86%), seguidos de Papúa Nueva Guinea, Portugal, Perú, Pakistán e Irak, según las respuestas de sus habitantes, van alcanzando en la clasificación niveles preocupantes.
La empresa privada, los organismos religiosos y los partidos políticos son los sectores más corrompidos, según el estudio del que se desprende un claro mensaje: “La corrupción es insidiosa. Hace a la gente perder la fe”. Donde quiera que se cometa, en cualquiera de sus múltiples formas, el daño, en efecto, se va enquistando hasta hacer metástasis. Se empobrece la sociedad hasta perjudicarla sin medida. Porque nocivo es acostumbrarse a ello, convivir con el cáncer, mirar a otro lado, resignarse a la lentitud de la justicia y desazonarse cuando las resoluciones de ésta no se corresponden, en absoluto, con los tratamientos mediáticos, casi siempre apoyados en fuentes de la investigación. Desde luego, se pierde la fe. En el sistema, en las instituciones y en el funcionamiento de los mecanismos de un estado de derecho.
Es lo que sucede en Canarias, donde -ya lo hemos escrito- la sensación de impunidad es muy elevada. Se comete el ilícito porque es probable que no pase nada. Ha tenido que ser precisamente la perseverancia de algunos medios de comunicación la que propició hace poco una revisión de la adjudicación pública de un servicio de hemodiálisis en dos hospitales insulares, preñada, cuando menos de irregularidades y de circunstancias turbias. Puede que ese hecho, la retroacción del expediente, sea insuficiente pero al menos ya se ha logrado que no sea uno más de los casos que se denuncian en la Comunidad Autónoma y que luego quedan en nada, según infeliz apreciación de un destacado responsable político. Ojalá sea el último.
En cualquier caso, los prebostes de los sectores aludidos deberían tener muy en cuenta los resultados del barómetro, siquiera para contrastar cómo sigue empeorando la imagen externa de esas organizaciones que aglutinan amplios sectores sociales. Malo que tengan que moverse por intereses bastardos o que para conseguir determinados fines recurran a métodos espurios. El estudio señala que los españoles comparten la percepción global de que el poder público es el sector más infectado por las prácticas corruptas.
TI deja abierta una puerta a la esperanza: “La gente está dispuesta a actuar”. No estamos muy convencidos de ello pero bueno, es preferible tener una mínima sensibilidad o tomar alguna iniciativa -siquiera de protesta y de inhibición- antes que resignarse o rendirse a la institucionalización de las corruptelas. La pasividad y el carácter acomodaticio de buena parte de la sociedad frenan esa supuesta disposición. Quizá convendría fortalecer o perfeccionar los sistemas de denuncia. Enseñando, porque tampoco es cuestión de participar en una tertulia radiofónica o un espacio televisivo y largar cuatro absurdos indemostrables. Pero no hay que engañarse: los tentáculos son muy largos y muy poderosos. Formación, civismo y concienciación son decisivos para hacer frente a un mal de nuestro tiempo con el que hay tener, sencillamente, tolerancia cero. Porque cuando ese mal provoque un estallido social, será tarde.
(Publicado en Apuntes, número 31, enero 2011).
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