Ha dicho el juez César Romero Pamparacuatro que “la sociedad tiene la sensación de que es rentable cometer delitos”. Palabras mayores. Pronunciadas por quien tiene a su cargo la instrucción del caso Unión, en Lanzarote, probablemente la mayor operación contra la corrupción que se haya acometido en Canarias y en la que hay imputadas más de cien personas, algunas de ellas con cargos públicos, suenan con timbre de alarma.
Porque si gran parte de la ciudadanía ya se ha acostumbrado a convivir con la impunidad, en medio de un complaciente no pasa nada, esta afirmación del juez, actualmente titular del juzgado número 2 de La Laguna, donde fue destinado a petición propia, acentúa la inquietud sobre la evolución de una sociedad que hace poco o nada para liberarse de la condena de la resignación. Delinquir es rentable no sólo parece otra señal que la aleja de la madurez que se presupone sino toda una percepción que hay que atajar so pena de que la descomposición avance sin freno ni remedio.
Surge esta declaración pública en el fragor de la controversia que suscita el nuevo Código Penal. Y surge al calor de la propia experiencia del ejercicio profesional. Cierto que se han endurecido los castigos para los cargos públicos condenados por corrupción (tendrán siempre penas de prisión) pero el juez Romero refiere todavía ámbitos de impunidad en las actuaciones de los funcionarios públicos y en el territorio de los delitos de cohecho y asociación ilícita.
Claro, parte de una premisa esencial: el bien jurídico protegido es la confianza en la Administración y esa protección ha de materializarse desde el punto de vista penal. “Porque es lo que más tememos”, señala el juez. Y es ahí donde lanza las interrogantes que, sobre la consideración de la rentabilidad de las comisiones delictivas, se estarán haciendo los posibles o potenciales delincuentes: Y si infrinjo, “¿qué me cae? ¿Y si tengo suerte? ¿Y si hay una delación indebida?”.
Hay quien duda de que baste ese temor. Un diputado del PNV, Emilio Olavaria, llegó a afirmar que el sistema penal ha sido reformado veintiséis ocasiones para agravar las penas “sin resultados satisfactorios”. Porque es la incertidumbre derivada de las cuestiones suscitadas lo que más preocupa. Si toman cuerpo, si se extienden, si se moldean a conveniencia, estaremos asistiendo a una desazón social galopante.
Algo más optimista se ha mostrado el ministro de Justicia, Francisco Caamaño, para quien las medidas punitivas del nuevo código en materia de corrupción están en sintonía con las denominadas Decisiones Marco aprobadas por la Unión Europea. Las considera un instrumento sumamente útil para atajar este mal. Pero el ministro es consciente de la gravedad de la situación a la hora de referirse a esta lacra, ya sea entre cargos públicos o entre particulares, de modo que debe ser especialmente perseguida “no sólo por quebrantar la ley -dijo recientemente- sino también los cimientos de la democracia”.
Y entonces es cuando no debe haber dudas: se trata de erradicar la impunidad, de despejar cualquier sombra que favorezca esa percepción dicha por un juez que tiene un caso complejo en sus manos instructoras y olfatea con propiedad lo que sucede en Canarias. Delinquir, en fin, no puede ser rentable. La convivencia, la salud de la sociedad y de la democracia deben estar muy por encima de esas incógnitas tentadoras.
Porque si gran parte de la ciudadanía ya se ha acostumbrado a convivir con la impunidad, en medio de un complaciente no pasa nada, esta afirmación del juez, actualmente titular del juzgado número 2 de La Laguna, donde fue destinado a petición propia, acentúa la inquietud sobre la evolución de una sociedad que hace poco o nada para liberarse de la condena de la resignación. Delinquir es rentable no sólo parece otra señal que la aleja de la madurez que se presupone sino toda una percepción que hay que atajar so pena de que la descomposición avance sin freno ni remedio.
Surge esta declaración pública en el fragor de la controversia que suscita el nuevo Código Penal. Y surge al calor de la propia experiencia del ejercicio profesional. Cierto que se han endurecido los castigos para los cargos públicos condenados por corrupción (tendrán siempre penas de prisión) pero el juez Romero refiere todavía ámbitos de impunidad en las actuaciones de los funcionarios públicos y en el territorio de los delitos de cohecho y asociación ilícita.
Claro, parte de una premisa esencial: el bien jurídico protegido es la confianza en la Administración y esa protección ha de materializarse desde el punto de vista penal. “Porque es lo que más tememos”, señala el juez. Y es ahí donde lanza las interrogantes que, sobre la consideración de la rentabilidad de las comisiones delictivas, se estarán haciendo los posibles o potenciales delincuentes: Y si infrinjo, “¿qué me cae? ¿Y si tengo suerte? ¿Y si hay una delación indebida?”.
Hay quien duda de que baste ese temor. Un diputado del PNV, Emilio Olavaria, llegó a afirmar que el sistema penal ha sido reformado veintiséis ocasiones para agravar las penas “sin resultados satisfactorios”. Porque es la incertidumbre derivada de las cuestiones suscitadas lo que más preocupa. Si toman cuerpo, si se extienden, si se moldean a conveniencia, estaremos asistiendo a una desazón social galopante.
Algo más optimista se ha mostrado el ministro de Justicia, Francisco Caamaño, para quien las medidas punitivas del nuevo código en materia de corrupción están en sintonía con las denominadas Decisiones Marco aprobadas por la Unión Europea. Las considera un instrumento sumamente útil para atajar este mal. Pero el ministro es consciente de la gravedad de la situación a la hora de referirse a esta lacra, ya sea entre cargos públicos o entre particulares, de modo que debe ser especialmente perseguida “no sólo por quebrantar la ley -dijo recientemente- sino también los cimientos de la democracia”.
Y entonces es cuando no debe haber dudas: se trata de erradicar la impunidad, de despejar cualquier sombra que favorezca esa percepción dicha por un juez que tiene un caso complejo en sus manos instructoras y olfatea con propiedad lo que sucede en Canarias. Delinquir, en fin, no puede ser rentable. La convivencia, la salud de la sociedad y de la democracia deben estar muy por encima de esas incógnitas tentadoras.
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