Dos apreciaciones en torno al conmovedor suceso que aún tiene en vilo a buena parte de la sociedad canaria.
Una. A las ocho y cuarto de la tarde del jueves 10, minutos después de conocer la noticia del Tribunal Superior de Justicia de Canarias del rescate del cadáver de la niña de seis años, Olivia Zimmerman (por voluntad de su madre, Beatriz), preguntamos públicamente en la red social facebook: “¿Es ético seguir emitiendo imágenes de las niñas desaparecidas?”.
Poco después, la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE) emitía una comunicado en el que instaba a los medios a cumplir las normas deontológicas en el caso de este suceso. “Insistimos en que toda precaución y prudencia es poca en los casos que afectan a menores. No todo vale en periodismo y no todo vale para lograr audiencias”, resumía el presidente de la FAPE, Nemesio Rodríguez.
Que era un suceso de gran impacto, seguro. Pero el descubrimiento del cuerpo de una de las víctimas en el fondo del mar, y a la espera de que lo que podría ocurrir con posterioridad, rompía los esquemas sobre las que se trabajaba mediáticamente hasta ese momento. ¿Tenía sentido o era necesario continuar con imágenes cedidas por la madre en la respetable creencia personal de que si alguien las veía, podía identificar a las menores?
La cuestión era delicada y en su respuesta brotaban sentimientos y emociones personales, creencias o consideraciones subjetivas, una reacción que, en el fondo, generaba una controversia que se prolongaba hasta la misma tarde de ayer domingo. Primaba abrumadoramente, por si lo quieren saber, la respuesta negativa. Entre los comunicantes, por cierto, alguna alusión a lo dispuesto en la Ley protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia, recientemente aprobada. En uno de sus artículos, se señala que “la colaboración entre las administraciones públicas y los medios de comunicación pondrá especial énfasis en el respeto al honor, a la intimidad y a la propia imagen de la víctima y sus familiares, incluso en caso de fallecimiento del menor”.
Dos. Usuarios de la citada red, en la misma noche de aquel infausto día, denuncian que emisoras locales de radio emitían cualquier cosa menos información sobre el suceso. ¿Por qué ese silencio? Si otras veces, cuando se han registrado emergencias, hemos ponderado siempre la inmediatez de la radio, la primera en llegar al lugar de los hechos para emitir las primeras informaciones y recopilar los primeros testimonios, ahora –salvo alguna excepción que es posible se produjera, siquiera de forma intermitente- no podía decirse lo mismo. Si hace pocas semanas, el Eurobarómetro destacaba que durante la pandemia y una vez acabada, la radio volvía a ser, en varios países, el medio de referencia, el que más confiabilidad inspiraba a los consumidores de información relacionada con su evolución, ahora estábamos en el supuesto justamente contrario.
Puede que este silencio tenga mucho que ver con las precarias condiciones que caracterizan el funcionamiento de esas radios locales. Por las tardes --cuando antes era al revés, los redactores y reporteros habrían de estar atentos al surgimiento de cualquier noticia, a la terminación de un pleno corporativo o a la visita de alguna personalidad- el vacío es descomunal. Pareciera que la jornada es funcionarial, hasta las dos o tres de la tarde. A partir de ahí, nada por aquí nada por allá. Era razonable la crítica de los usuarios, puede que habituales oyentes o seguidores del medio.
Pero, claro, si no hay personal --¿ni siquiera becarios o alumnos en prácticas?- ni están a disposición los recursos para cumplir con el deber de informar sobre algo que, sin duda, está interesando a la opinión pública, difícilmente podrá esperarse una respuesta consecuente.
Lo dicho, el vacío fue notorio, descomunal. La tarde en que las radios locales estuvieron apagadas.
Que sirva de lección y hasta donde se pueda prevenir para evitar la repetición, adóptense las medidas pertinentes. Algo se podrá hacer con los cometidos y con los turnos.
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