jueves, 1 de julio de 2021

UNA ARMÓNICA DE CIENCIA FICCIÓN

     .- Texto leído ayer, en el complejo turístico 'Costa Martiánez', durante la presentación del libro El pescador y su armónica (Autografía Editorial), original del autor portuense Gregorio Dorta Martín.

Gregorio Dorta Martín escogió un personaje popular, de esos de leyenda urbana, en la ciudad de mediados los años sesenta y principios de los setenta del pasado siglo, para hacerlo protagonista de este su nuevo libro.


Fue Ramón Torres, en efecto, un portuense que alegró nuestras calles y nuestro litoral, las reuniones balompédicas, de pescadores y populacheras, que acaparó la atención en no pocos episodios regocijantes, que vistió de almeja (o algo parecido) y llegó a tener un campo de fútbol con su nombre donde arbitró algún encuentro.


El autor, aún cuando no se lo haya propuesto, reivindica la figura de aquel hombre rechoncho que amenizó fiestas y conversaciones sin otro sentido de la medida que estimular la diversión con la que gozaban quienes participaban en ella o eran animosos espectadores.


Además, tocaba la armónica. O hacía que la tocaba, sin otra ciencia que soplar, según su misma expresión “para pasar de los bajos a los calacimbres”, cuya segunda acepción, según la Academia Canaria de la Lengua, “es la primera cuerda de una guitarra u otro instrumento musical semejante, cuando es de acero muy fino”.


Ramón Torres llamaba a su instrumento, que casi escondía en el bolsillo del pantalón, “el machete”, que nada tiene que ver con ese tipo de cuchillo más grande que los normales y que servía, para abrir picaduras por la mata densa o de insectos, cortar madera con facilidad para hacer refugios, abrir coco, defenderse de animales y eliminar invasores de pequeñas o medianas heridas, entre tantas otras utilidades.


“El machete” de Ramón no tenía nada que indujera a pensar que servía para provocar o fomentar la agresividad. Era, sencillamente, una armónica, como la que regalaban en Reyes a los menores, con muy desigual aceptación. Y es que interpretarla no era sencillo: el autoaprendizaje era obligado en la mayoría de los casos. Claro que después, ya en pleno desarrollo de la música rock, aparecieron algunos cantantes y grupos americanos o británicos cuyos líderes o figuras relevantes hacían solos muy estimables y pudimos apreciar el valor del instrumento en una banda. También lo disfrutaron los espectadores portuenses en una final de Copa Heliodoro Rodríguez López en el estadio del mismo nombre.


No fue la misma noche, por cierto, en que al regreso de otra confrontación futbolística, el coche que trasladaba al grupo del que formaba parte se averió en la curva de Taco, antes de llegar al hospital La Candelaria. A la espera de que llegara algún vehículo para auxiliar, Torres, en plena autopista, poco menos que ofreció un concierto de armónica. ¡Cómo sería, que uno de los pasajeros alcanzó, pasado un cuarto de hora, una suerte de éxtasis!


-Santo Dios –exclamó- ¿qué he hecho yo para merecer esto, que es música celestial?


(Cuentan los testigos que se trataba de un intento estéril de que parase aquel insufrible desempeño instrumental, próximo a la medianoche).


Lo cierto es que la música era su pasión, no oculta. Al menos, entre los más allegados. Cuando circularon en los quioscos y carritos, y donde vendían golosinas, un producto de chocolate simple, denominado ‘Discos Ramón’, llegó a convencerse de que era fruto de unas grabaciones que habían realizado clandestinamente para luego comercializar aquel artículo que hoy engrosaría la larga lista de chuches. En alguna conversación llegó a reclamar poco menos que royalties.


Otra anécdota, verídica. Acudió en cierta ocasión a una céntrica y popular cafetería, donde interpretaba al piano un afamado instrumentista valenciano que recorrió varios lugares de España.


-Ramón, venga, pídele una pieza al maestro- le dijo el acompañante que guiñó un ojo al pianista al que también hizo movimientos negativos de cabeza.


Ramón, en efecto, inquirió varios títulos de temas famosos, recibiendo disculpas varias por no poder satisfacerle. Hasta que después de cuatro o cinco intentos, solicitó el pasodoble universal Valencia, de Sánchez Padilla.


-No, lo siento, pero no lo tengo en el repertorio.


Ramón Torres no pudo más y estalló:


-¡Pues vaya un pianista del carajo que no sabe tocar Valencia!


Iba muy temprano a pulpiar (dicho en canario), con aparejos rudimentarios y, de vez en cuando, un mirafondo. A veces, arreglaba él mismo en la cocina sus capturas que le gustaba compartir con amigos al estilo compadre y desenfadado. Y eso que era receloso. Pero a uno de ellos, el que fuera futbolista profesional curtido en la cantera portuense, Gerardo González Movilla, no le negaba nada, atendía cualquiera de sus peticiones.


En cierta ocasión, en un popular cafetín ubicado al lado del desaparecido Cinema Olympia, su propietario heredero, colocó en el estante la foto de una persona publicada en una revista alemana. El parecido físico era de tal nivel que llegó a entablarse más de una discusión sobre si se trataba o no de Ramón Torres.


Ya con edad avanzada, un descampado que surgió en la marea, después de que durante muchos años volcasen escombros, áridos y arenas para emprender otra actuación de aprovechamiento del litoral, fue utilizado inicialmente como campo de fútbol que bautizaron con su nombre. Ramón Torres llegó a vestirse de árbitro y dirigir partidos de aficionados entre una nutrida concurrencia.


De este papel polifacético, entre el bajío y los paisajes que olían a desenfado, espontaneidad y desparpajo, Gregorio Dorta Martín, ha imaginado un relato como él quería, elevado a los reclamos consecutivos de la ciencia ficción que lidia con imaginación, soltura y gracejo. A su modo, a su aire, pues no le importa perderse en las costas del municipio y en ese lugar emblemático, La Ranilla, que hoy tiene una fisonomía distinta a la que fue barrio de pescadores y gente humilde porque la cultura, pequeños establecimientos comerciales y otros hábitos sociales han caracterizado su evolución más reciente.


En medio de un cruce de razas y de gente noble, el escenario de todas las obsesiones del autor de este libro, ha escrito El pescador y su armónica, publicado por ‘Autografía Editorial’, que es continuidad de su vocación, animada sin grandes pretensiones pero que cuando encuentra satisfacciones como la que ha querido compartir esta tarde con familiares, amigos y allegados, estimula su propio quehacer.


Para quienes gusta la ciencia ficción, la obra tiene sus alicientes. Ocurre que las situaciones parecen más increíbles aún cuando se parte del conocimiento del personaje. Ya es coyuntura compleja –y arriesgada- eso de ser transportado al planeta Marte cuando faenaba en busca de manjares de la mar. El núcleo de la ficción va irradiando episodios y posibilismos insólitos. Cuando un hecho definitivo y crucial le devuelve a La Ranilla, se encuentra en una calle poco menos que rendida y mortecina tras el fallecimiento de su vecino.


Ramón Torres, Ramonillo, el viejo pescador a una armónica pegado, ve su vida contrariada. Él, que aspiraba, todo lo más, a una tranquilidad cultivada en silencio, disfrutando los paisajes que vio transformarse, transitando a diario, de plataneras y embarcaciones a hoteles y otras instalaciones turísticas, sufrió y gozó, porque la modestia le hizo así.


Como el fotografiado en la revista cuya página colgaron en el añejo cafetín, como el que vestía de almeja (o algo parecido), el que regresaba a casa luciendo sus capturas de pesca y el que tocaba la inseparable armónica, allí donde fuera preciso.


Gregorio Dorta Martín ha revivido a este personaje popular con un relato de ficción que “empieza –son sus palabras- en las profundidades de La Ranilla de los años cincuenta y no tiene fin. O yo no lo encuentro”, concluye.