Si creían haberlo visto todo entre las imágenes de los primeros tiempos de la pandemia; de miles de afganos huyendo del talibán en alas de aviones militares; de palmeros y palmeras rendidos a la impotencia huidiza de la furia desatada de un volcán, ahora padecemos la crueldad y la crudeza de cadáveres abandonados en calles y avenidas de Ucrania que, hasta hace nada, eran vías por donde fluían los medios de transporte en busca de desplazamientos de todo tipo y ahora son la antesala descarnada de ciudades fantasmagóricas, ruinosas e inspiradoras de miedo, especialmente de noche, cuando la oscuridad envuelva la nada. Por no contar las que plasmaron otros hechos desgraciados de emergencias, catástrofes y destrucción. Y no hay piedra con piedra ni existe una flor, cantó Manolo Díaz, allá por los sesenta.
No, no lo habían visto todo. No ha pasado mucho tiempo entre aquellos sucesos marcados por la COVID-19 y la tragedia ucrania, causada por una brutal agresión destructiva. Pero el vértigo de las imágenes nos transmite ese pesimismo –mejor, escepticismo- que no aliviamos ni con el retrospecto, crónicas y reportajes –trufados , por cierto, de una vena humanista que se añora y que se quiere- de acontecimientos de un tiempo que un día fue mejor.
El vértigo teñido de amarillo, el amarillismo casi inevitable que, de paso, opaca otros escenarios noticiosos. La demanda de historias trágicas sigue aumentando. Somos así. Sucesos y farándula. Lo que gusta, lo que hay. Y casi todos pendientes, da igual el interés que se preste. La realidad de lo insólito, de aquello que no es surrealista: las personas que se hacían ‘selfies’ mientras se vacunaban. ¿Cómo explicarlo? El filósofo y sociólogo Abel Ros ha dicho: “Una realidad que refleja una sociedad apagada y moribunda en los callejones del pesimismo”.
El mismo autor interpreta que este periodismo, urgido por las audiencias, arroja al vacío las doctrinas que defienden el optimismo social. Escribió Serrat que “nunca es triste la verdad. Lo que no tiene es remedio”. A la vida, dadas las angustias, la ruindad, lo trágico y lo maléfico, le aguarda un triste final. Y en ese triste final, escribe Abel Ros, antes de conceptuar lo que llama relación sadomasoquista con el medio, que “el ser humano encuentra consolación en la imagen. Imágenes de guerra, pandemias y demás catástrofes naturales sitúan al espectador como un superviviente de la tragedia. Desde el sofá, el espectador se convierte en un afortunado ante el horror. Se siente agradecido por su ubicación geográfica, social y política. Aunque oye y ve el sufrimiento ajeno, ese sufrimiento no trastoca su ámbito de confort. Y en esa muralla, que supone la distancia entre la imagen y su realidad, es donde se fragua esa relación sadomasoquista con el medio. Cuando la noticia traspasa los umbrales de la imagen y el lobo acecha, con sus ojos, la comodidad de nuestras vidas. Es en ese momento, cuando decidimos cambiar de canal y consumir otra ficción”.
Eso: que no lo han visto todo.
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