Los acontecimientos más recientes en la historia de este país
ponen, negro sobre blanco, que ni el periodismo escapa a ese fragor contencioso
caracterizado por el mal humor, a lo que ahora se llama polarización y por ese
encono galopante que incide negativamente en las relaciones humanas y hace más
difícil el pluralismo y la convivencia. Si hasta no hace mucho el género
tertuliano terminó cansando en el medio radiofónico, convertido en un vocerío a
veces ininteligible –auspiciado por los propios intervinientes que,
simplemente, no respetaban el turno de palabra, gritaban o insultaban- el cual disgustaba a los radioescuchas y les
invitaba a cambiar de sintonía, el fenómeno se está contagiando al medio
televisivo, donde periodistas conductores asumen un protagonismo que a menudo
pasa por llevar la contraria a los invitados y rebaten o tratan de hacer valer
sus posiciones e ideas –a veces con afirmaciones o criterios altisonantes- sino
de rebatirles, simplemente porque las respuestas les parecen inconvincentes o
no les gustan puesto que no se ajustan a sus pensamientos o preferencias. Al
paso que vamos, difícilmente será difícil mantener este tipo de programas. De
hecho, algunos rostros han dejado de aparecer con regularidad, se supone porque
han terminado contrariados, por mucho que rindan culto al hieratismo y eliminen
todo tipo de gestualidad. Y prefieren no enfadarse ni romper relaciones: creen
que lo mejor es retirarse sin estridencias, lo que en los guiones de teatro
aparecía como ‘mutis por el foro’. El periodista siempre tiene razón, a poco
que la defienda con un mínimo de solvencia. A fin de cuentas, difícilmente será
replicado o rebatido.
No es bueno, en cualquier caso, enfrentarse. Lucir públicamente
la discrepancia está al alcance de unos pocos, los más bregados y los más
tolerantes, que no solo deben estar armados de paciencia sino ser conscientes
de que, a menudo, los escenarios son desfavorables, los cuales van a compartir
con representantes de distinta ideología o con moderadores que tienen un
criterio diferente al que se quiere defender o exponer y son diestros en el uso
de la oratoria. Mantener las formas, por tanto, es primordial. Quedar bien,
independientemente de la destreza dialéctica y del dominio de los
argumentarios, empieza justamente con mantener la mesura, sonreír de vez en
cuando, no descomponerse ni gestualmente y tratar de persuadir con respuestas claras,
exactas y directas o con argumentos que influyan en el moderador de modo tal
que este aprecie –aunque no los explicite- valores discursivos y de presencia
ante las cámaras aunque no coseche allí mismo los aplausos y los parabienes que
ya llegarán por otras vías.
El caso es que no debe imperar esa tendencia. Podemos entender
que las diatribas políticas se multipliquen, porque hay auténticos
especialistas o expertos en suscitarlas, pero no deben proliferar y hacer
perder los modales en foros mediáticos, máxime si son visibles. Hay que
comportarse con aplomo, tratando de no ceder al ‘y tú más’, tan característico
en debates y discusiones de distinta consideración. Lo contrario es abonar el
terreno para quienes van a empezar criticando el bajo nivel y contribuir al descrédito
de la política y el consiguiente desapego de cada vez más amplios sectores de
la ciudadanía.
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