En Garajado (Baile del Sol, colección Narativa), novela de
Ernesto Rodríguez Abad, “olor a mar y tierra se mezclan”. Para quienes esgrimen
que la “guerra incivil” española apenas tuvo escenario canario (no así la
represión, el odio, la persecución, los rencores y la venganza), esta historia
enriquece la de aquellos años convulsos, la de aquel paisaje de huertas y
cultivos artesanales y de aquellos acantilados de bajío, aquellos riscos que
sobrevolaban los garajados o garajaos, el charrán común al que los ornitólogos
llaman “pequeña golondrina de mar”. Allí donde se descubren “las siemprevivas
escarchadas de salitre y penas, las humildes lechugas de mar, alguna tabaiba
retorcida sobre la tierra por el viento y las pencas de higos encarnados luchan
con la tierra árida y la luz”.
Ese paisaje, para quien no lo conozca, está lleno de sugerencias. Y a él
fue a parar el joven zapatero protagonista, de militancia cenetista, un
sindicalista entusiasmado. El hombre que no quería ir a la guerra, ni probarla,
acaso porque sabía que aquella contienda terminaría mal, como terminan todos
los conflictos bélicos, con heridas que dejan huella. Y se alargan. Y se
agigantan. Y se eternizan.
Los personajes de Rodríguez Abad, a los que hace comportarse con
asombroso realismo, lo intuían mientras palidecía aquel mundo –mejor dicho,
aquel submundo- de ideales e injusticias. También de violencia, de odio, de
sinrazón y de intolerancia. En el polo opuesto, aún conscientes de que la
libertad se agotaba y el amor y la alegría mermaban a borbotones, aquel olor
entremezclado de mar y tierra empezaba a ser percibido con desazón y pesimismo
pues no era difícil adivinar hacía donde se orientaba aquella asfixia, aquella
rigidez.
El autor, por cierto, emplea un peculiar estilo descriptivo. Su
utilización de oración o frase corta –a veces, de un solo término- no solo
ambienta adecuadamente la acción sino que da sentido rítmico a la secuencia y
suscita el interés por lo que va a ocurrir. Es el sello propio del autor, tan
cargado de garra como de emotividad; es la emoción que genera sin ambages,
hasta producir la intensidad que lo hace distintivo. Ahí es donde se palpa la
pasión por las palabras, por el extenso vocabulario que domina Rodríguez Abad,
por el valor que va descubriendo y atesorando para desnudar los sentimientos,
desde la duda a la firmeza, desde la satisfacción momentánea a la amargura
prolongada, la intensidad de cada momento.
Quienes le conocen bien aseguran que, desde muy temprana edad, Ernesto Rodríguez Abad comenzó a soñar con
las palabras. En una semblanza biográfica, reconoce que, siendo niños, ya
escuchaba a los mayores y a los ancianos narrar historias de vida, cuantos y
romances. Las memorizaba o las readaptaba. Las montañas y el mar embrujaron su
imaginación creativa, su escritura plagada de matices atractivos.
Lo acredita en Garajado, que, desde luego, por múltiples razones,
no es una novela más de la Guerra Civil.
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