Ramón Moliné vino
a la isla para cumplir el servicio militar y ya se quedó para toda la vida, en
la que integró la práctica del baloncesto con el ejercicio profesional en el sector de seguros. Fue
componente de aquel entusiasta e inigualable Náutico que le podía al Barcelona
y al mismísimo Joventut de Badalona, equipo del que procedía y que se proclamó
campeón de Liga en la tempotrada 1966-67
--¡Canasta de
Moliné!-, exclamaba Pascual Calabuig, relator de Televisión Española, aún en
blanco y negro en cualquiera de las transmisiones que conducía los domingos al
mediodía desde la vieja cazuela de la avenida de Anaga, inequívoca seña del
costumbrismo dominical isleño en la década de los sesenta/setenta del pasado
siglo.
--Dos puntos más
de Moliné, que aumenta la ventaja tinerfeña a diez puntos-, seguía narrando
Calabuig, mientras apagaba su voz el clamor de las cuatro paredes de Anaga, por
donde aparecerían, igualmente, Paco Álvarez Galván y el siempre joven José
Manuel Pitti.
Tiempos heroicos
y años dorados del basket tinerfeño.
Ramón, cuando
dejó el deporte de la canasta, después de ocho años con los colores nautas, ya
se había convertido en uno de los nuestros, sufriendo como el que más cuando
esa disciplina entró en crisis y cuando los esfuerzos por superarla se
multiplicaban en el área metropolitana. Hasta que cristalizaron. Y ahí también
estuvo Moliné para apoyar como uno más, para disfrutar con el interminable
desfile de canastas en el que también terminó participando, por cierto, su hija
Yolanda que prolongaba así la senda familiar, adornada con la vitola de
internacional absoluta con el equipo nacional hasta en cincuenta ocasiones.
El
periodista deportivo Agustín Arias, editor de basketmanía.com, un
completísimo digital de baloncesto, ha escrito que Moliné reunía “los diez valores humanos más
importantes: el respeto, la empatía, la responsabilidad, la solidaridad, la
voluntad, la honestidad, la compasión, el amor, el perdón y la gratitud, si
bien quienes le conocimos desde aquellos partidos memorables en la cancha de La
Marea, podríamos añadir la tolerancia, la humildad, la
sensibilidad… Aquí, en nuestra tierra guanche, resumiríamos estos elogios en
una frase: Un puntal y bonachón”.
Lo fue dentro y fuera de la cancha. Calabuig lo hubiera
relatado, más o menos así:
-Su paso por esta vida y sus canastas es memorable.
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