Domingo
de Carnaval, jornada apocalíptica. Canarias aislada. Muy atrás en
el tiempo deben estar situaciones parecidas de impotencia, de
desespero, de proliferación de imágenes que cuesta digerir, de
informaciones apresuradas, superpuestas o contradictorias, un
guasapeo inacabable,
una atrevida recopilación de imágenes obtenidas o editadas en
dispositivos móviles de todas clases, de
no creerse lo que está sucediendo...
Y
eso que parecía que la cosa funcionaba. Administraciones diligentes
que tomaron medidas cautelares o suspensivas; agrupaciones festeras
que se las tomaron en serio y las respetaron; propietarios y
administradores de negocios que se resignaron porque es difícil
luchar contra los elementos; trastornos, claro; traslados forzosos,
búsqueda apremiante de alojamientos, primero las personas... Las
islas, incomunicadas por tierra, mar y aire. Porque había carreteras
cortadas y se registraron atascos kilométricos. El fuego, en focos
diferentes. Desprendimientos que hacen crujir el suelo y el paisaje.
Los servicios públicos, teniendo en cuenta la multiplicidad de los
lugares de los hechos, la naturaleza y las dificultades para operar,
dieron una respuesta estimable.
Adivinaron
la insolidaridad y el irrespeto, como subterfugio para la
controversia política; pero la atajaron a tiempo. Aunque es probable
que haya derivadas ulteriores. Bueno, lo de siempre: para unos, en
caliente duele más. Para otros, la heterogeneidad de enfoques igual
sugería aguardar o tener mejores elementos de justificación... de
interpretación y de juicio. Pero se admite que es difícil la
priorización: hay quien no supedita la diversión y el jolgorio a lo
serio, a lo que de verdad debe importar.
Las
horas del apocalipsis discurrieron lentas en horas de la tarde del
domingo carnavalero. El impacto negativo se residenció en puertos,
aeropuertos y hoteles. Pero mucho más en las incertidumbres de cada
incendio, de cada alojamiento provisional, de cada llanto, de cada
dificultad para moverse, de cada carencia informativa...
Las
máscaras, los disfraces, el ritmo y todas esas cosas cedieron ante
los contrastes de la naturaleza que no entiende de murgas ni de
comparsas ni de bailes ni de desfiles. Las islas tenían que ser un
derroche de alegría y desenfado. Pero la conjunción de las
adversidades meteorológicas pudo más y quebró planes. Gracias a
las previsiones. De algo tiene que servir todo lo ocurrido. Aunque la
ciudades y los pueblos estuvieran tristes, apesadumbrados, apagados,
ocupados en otros menesteres. A ver si todavía hay quien duda del
cambio climático.
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