Un
delito de corrupción en negocios, cometido por medio de una
organización y/o grupo criminal, es el que atribuye el juez de la
Audiencia Nacional, Ismael Moreno, a los miembros de la Sociedad
General de Autores de España (SGAE) y empleados de catorce de las
principales cadenas de televisión españolas (entre ellas, la
televisión nacional pública y la radiotelevisión pública
canaria), a la vista de los resultados de una investigación que
detecta un supuesto fraude, consistente en la obtención de ingresos
millonarios derivados de los derechos de autor de la música emitida
en programas nocturnos (de dos a seis de la madrugada) sin apenas
audiencia.
La
SGAE parece maldita. Un nuevo escándalo que añadir a otros
anteriores en los que estuvieron involucrados distintos dirigentes en
diferentes mandatos. Este presunto fraude -el período investigado
abarca de 2006 a 2011- está cifrado en cien millones de euros en
números redondos. Según el auto judicial, el conjunto de personas
investigadas llegó a ingresar unos veinte millones anuales. Ha
trascendido que la televisión es una de la principales fuentes de
ingresos de la Sociedad que recauda entre doscientos cincuenta y
trescientos millones de euros al año por el uso de su catálogo. Y
que las canciones emitidas de madrugada llegaron a suponer el setenta
por ciento de los ingresos que generaba la música en la pequeña
pantalla, aunque solo la escuchara el uno por ciento de la
audiencia. Según precisa el magistrado Moreno, la presunta actividad
delictiva “no podría desarrollarse sin la actuación concertada con
las diferentes cadenas televisivas”.
Todo
da a entender, pues, que estamos ante la existencia y funcionamiento
de una trama, aquí conocida como la rueda. Una rueda que, a la
espera de las explicaciones pedidas por la autoridad judicial a los
responsables de las cadenas públicas y privadas -tienen cinco días
para exponerlas- debía tener soportes muy sólidos para prolongar su
actuación en aparente impunidad.
A
la espera de tales explicaciones, el daño ya está hecho y el
descrédito de la entidad, concebida en su día para fines muy
distintos, no ha hecho más que crecer. El informe del juez
instructor es bastante explícito cuando señala que “varios de los
investigados pasaron en pocos años de inscribir apenas un puñado de
temas a ser autores de cientos, o incluso miles. De ahí que, para no
ser detectados, buscaran también testaferros”.
Si
es válido el cálculo de ciento veinte mil creadores afectados,
asociados a la SGAE, parece claro que estamos ante un escándalo de
considerables proporciones. Ello deja entrever la responsabilidad
penal de las televisiones pues las apreciaciones del juez apuntan que
sus responsables ”no activaron ni aplicaron protocolo alguno
dirigido a evitar la comisión de hechos delictivos, ni implementaron
eficazmente mecanismos de control o reacción idóneos para detectar
las actuaciones criminales cometidas en el seno de sus
corporaciones”. La deducción es clara: se permitía así la emisión
de repertorios musicales no con criterios de calidad, obtención de
audiencias u otros fines lícitos para tales entes televisivos. “El
objetivo entrañaba un carácter defraudador”, señala la autoridad
judicial. La libre y recta competencia en la contratación se ha
visto, a la espera de lo que se decida en el juicio, claramente
vulnerada.
¡Vaya
trama, vaya rueda!
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