No
debió suceder nunca. La escena de los prolégomenos del acto institucional de
Madrid, los del 2 de mayo, ni por protocolo ni por otras reglas, no tenía que
haberse producido. Por sentido común, simplemente, aunque fuera empleado en el último momento. El episodio ha
dado la vuelta al país y refleja el alto grado de crispación, acentuado si se
quiere por la proximidad electoral. Pero que por un quítame allá una cuestión
protocolaria se haya puesto de relieve el desencuentro de políticos que se
saltan a la torera elementales
principios de cortesía institucional, prueba que la tensión se eleva sin
reservas y que ni siquiera el respeto a lo que se representa constituye un
freno para evitar los desmanes. Miren que en el ámbito político hay situaciones
protocolarias dispares, complicadas de resolver cuando hay que criterios
contrapuestos o caprichos y personalismos, pero nunca antes se había vivido un
momento en que a un ministro de un Gobierno legítimo y constitucional se le
impedía por funcionarios responsables (que cumplían indicaciones al pie de la
letra) subir al escenario desde el que habrían de seguir el desfile
civico-miltar las primeras autoridades. De verdad, por mucho decreto regulador
vigente desde hace muchos años, jamás el protocolo fue sometido, tan
visiblemente, a un auténtico escarnio. Tan sometido que puede ser considerado
desde el Día de la Comunidad de Madrid como rehén u objeto de desconsideración
y de encono de las diferencias que suscita una presencia de autoridades y
representaciones. Cierto que no abundan tales diferencias o rigideces; por
fortuna, las cosas habladas y convenidas con antelación, respetadas, ayudan a
quitar hierro.
Pero
el daño ya está hecho –la escena es muy poco edificante, desde luego- y cabe
imaginar las premuras y los esfuerzos que sucederán en reuniones y sesiones
preparatorias con tal de que no vuelva a repetirse. De todos modos, es obvio
que la cuestión va más allá del ámbito protocolario. La política en nuestro
país ha llegado a extremos tales que ni siquiera en una conmemoración de rango
institucional, donde deben imperar cualidades que la hagan brillante y aún más
considerable y trascendente, haya paz, armonía y respeto a la
institucionalidad.
Sin
adentrarnos en los intríngulis más o menos arteros de las comunicaciones
previas entre los respectivos gobiernos, parece claro que el ministro Bolaños
forzó la situación y que, en todo caso, no debió ir a la confrontación, sabedor
de que la presidenta Ayuso, también tensando la cuerda hasta el tope, ansía
esas tiranteces porque se mueve en ellas con destreza y elasticidad. Juega con
ventaja, claro, y es que la pléyade de corifeos mediáticos -algunas opiniones
vistas tras el incidente son significativas-, haga lo que haga la presidenta
madrileña, ocurrra lo que ocurra, la presentarán como ganadora, fortaleciendo
su discurso. Y eso debió tenerlo presente el ministro, si merecía la pena ir a
una disputa en la que no había seguridad, ni mucho menos, de salir airoso.
Cierto que estará defendiendo su condición, su alta representación formando parte
del Gobierno, pero ya habrá comprobado que eso poco importa cuando de lo que se
trata es de deslegitimar y de propiciar el enfrentamiento, sobre todo cuando
hasta se emplea el victimismo sin miramientos. El postureo, la gestualidad sí
es rentable. Y en este caso, las víctimas, envalentonadas, sacan jugo de la
fragilidad. Puede incluso que estén hablando a posteriori de heroicidad y de arrestos. Llegará un día
que no sonría la fortuna y los vientos
no sean favorables a la presidenta Ayuso. En algo se equivocará, aún cuando
veamos, como se ha comprobado, los ímprobos esfuerzos de aliados para blanquear
sus determinaciones. Pero el protocolo no es un capricho y el sentido de
patrimonialización debe ser tan reprobado como el de la exclusión. La política
es otra cosa.
El
encontronazo, desde luego, nunca debió suceder.
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