Abril de 1979 fue un mes
extraordinario para la política española, entonces en plena transición hacia la
democracia. El pasado miércoles, en efecto, se cumplieron cuarenta y cinco años
de los primeros comicios locales democráticos. Se avanzaba, ciertamente, a
ritmo electoral. La efervescencia y el entusiasmo de entonces contrastan con el
encono y la crispación política de ahora.
Primero, unas legislativas en junio de 1977, de las que salen unas
Cortes constituyentes. Después, diciembre de 1978, referéndum para darnos la
Constitución. Febrero de 1979 de nuevo, elecciones generales. La primavera
española.
El nuevo mapa político estaba incompleto sin el
auténtico germen democrático: el germen municipalista. Se trataba de
democratizar a los ayuntamientos después de casi cuatro décadas de régimen
dictatorial. Otra campaña, fichajes, incorporaciones, siglas a granel, el
tardofranquismo, los radicales extremistas,
formación apresurada, inexperiencia… Pero, sobre todo, entusiasmo e
ilusión. Con la perspectiva de más de cuatro décadas, en la memoria no se
almacena una etapa tan elevada de esos factores.
Y ahí esperaba abril. Fue, desde luego, una primavera
floreciente. Primero, con las elecciones celebradas el día 3. Resultados para
todos los gustos, las primeras mayorías absolutas. Muchos jóvenes, rostros
nuevos, las primeras mujeres… En España, en general, el triunfo de las
izquierdas, de las formaciones progresistas. Fue el primer aviso serio para la
Unión de Centro Democrático (UCD), con Adolfo Suárez en la presidencia del
Gobierno.
Después, con la elección de alcaldes propiamente
dicha, señalada para el sábado 19. Nervios, miradas de confianza y también de
recelo, expectativas, revisión hasta la extenuación de los pasos que había que
dar, repaso de la fórmula de promesa o juramento de la Constitución,
preparación de los espacios donde tendría lugar la ceremonia (alguno de ellos,
infame, por cierto: Puerto de la Cruz hubo de hacerlo en un pasillo de su casa
consistorial), funcionarios que también experimentaban y repasaban la
normativa, representantes de medios de comunicación sin saber muy bien qué hacer
o cómo registrar el acontecimiento, familiares a caballo entre la esperanza y
la inquietud, masas de población agolpándose en las plazas o en el exterior de
los ayuntamientos para contrastar los resultados y para vitorear a los
ganadores… Una larga carrera política se iniciaba en aquellos momentos. Y con
unos cuantos obstáculos que superar.
Era el arranque, en efecto, del municipalismo
democrático al que se habían incorporado profesionales de toda condición,
empresarios y hasta algunos herederos del franquismo que seguían ostentando su
condición de regidores. Quedó dicho: mucha inexperiencia. Una parte de los
nuevos ediles no había tenido más contacto con la política que el margen
permitido al entonces denominado movimiento vecinal.
Todos llegaron a la escuela, a la escuela del
municipalismo, al nivel básico de la política, donde tendrían que aprender
deprisa. Ni un día que perder. Había tanto por hacer. En algunos ayuntamientos,
ni prestaban los servicios básicos de suministros. Fue un alivio, para
entrantes y salientes, una especie de condonación de deuda aprobada por el
Gobierno de Suárez. Pero muchos partían de cero y había que reformar
estructuras (democratizar, en definitiva) además de propiciar fórmulas de
financiación.
Se trataba, en efecto, de poner los cimientos. La
ciudadanía, los vecinos, fueron reaccionando paulatinamente hasta darse cuenta
de que un gran cambio se operaba en sus vidas, en la del pueblo o de la ciudad.
Lo local empezaba a ponerse de moda. Todo empezó en aquel floreciente abril del
79. Y ya han transcurrido cuarenta y cinco años.
Esta entrada quiere ser un homenaje a todos los
ediles de aquel primer mandato municipalista, 1979-83. A todos los que se
esforzaron y se esmeraron, a los que trabajaron gratis, a los que renunciaron a
sus ocupaciones para dedicarse a la política, a los que acreditaron su amor por
el pueblo donde nacieron o residían.
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