Hay personas que ejercen de samaritanas, esto es, ayudan a otras desinteresadamente y sólo nos damos cuenta de su valor con el paso del tiempo. Es el caso de María del Pino Pérez Hernández, asistenta social durante más de treinta años en el Ayuntamiento del Puerto de la Cruz a quien hoy rinden un homenaje en el Liceo Taoro de La Orotava. No es sólo tal ejercicio que, en todo caso, deriva de la función profesional que ha escogido o le han encomendado, sino el cumplimiento de responsabilidades en el cada vez más complejo mundo de los servicios sociales, una de las materias que más ha evolucionado y tecnificado en los ámbitos de la administración y que comporta unas exigencias cuya satisfacción no es nada sencilla.
Las responsabilidades que empiezan por escuchar los problemas, las penurias y las circunstancias de necesidad que transmiten las personas que no tienen otra referencia ni otro desahogo que el área o departamento de servicios sociales de un ayuntamiento. Luego siguen por el estudio y el encauzamiento de una posible solución: desde no disponer de vivienda a no tener recursos para abonar el alquiler, pasando por las cuatro exiguas paredes en muy deficientes condiciones. Están los otros problemas: los de atención sociosanitaria, los de una intervención quirúrgica pendiente, los de un ingreso hospitalario que no se consuma, los de una menor embarazada, los de ayuda a discapacitados, los tratamientos a toxicómanos, los de carencias alimentarias, los de rupturas familiares traumáticas, los de convivencia convulsa, los de hijos inadaptados, los de malos tratos, los de tramitación de pensiones o ayudas…
De todo eso, de estos dramas, sabe mucho Pino, a quien hemos visto llorar cuando las colas de personas que demandaban sus servicios desbordaban las dependencias municipales, aún finalizada la jornada laboral. Ella seguía allí, como si de una doctora o de una psicóloga se tratara. Probablemente, administrando la terapia del consuelo y del ánimo; probablemente transmitiendo el único aliento que los necesitados podían encontrar después de haber recorrido mil y un lugares o haber agotado toda esperanza. Incluso, en los hogares de los afectados, a donde se desplazaba sin reservas. Pino ha conocido las interioridades de centenares de familias portuenses y a todas ha procurado ayudar en la medida de sus posibilidades, en lo que estuviera a su alcance, pese a que hubiera causas imposibles o que los repetidores de las demandas perseverasen a sabiendas de que no se había producido variación de la última contestación que pudo haber sido, acaso, cuarenta y ocho horas antes.
La necesidad más acuciante, desde luego, fue o ha sido la vivienda. Pino ha sabido de los apremios y de las presiones, de las necesidades imperiosas y puede que de algún aprovechamiento. Ha conocido de frustraciones y de los contentos tras un largo proceso de espera. Ha baremado, ha explicado, ha pedido certificaciones y papeles que faltaban, ha informado, ha incorporado a ultimísima hora y ha sufrido también los disgustos y los dicterios de quienes, en algún proceso, de promoción pública o de protección oficial, no resultaron adjudicatarios y la señalaron, injustamente, culpable.
Pino ha conocido desde dentro la tremenda transformación experimentada en su especialidad. Y ahora, después de tantos años, cuando llega el momento de su jubilación, sus hijas y sus compañeros, amistades y allegados, quieren transmitirle todo el afecto y todo el respeto que ha sabido granjearse con su entrega y con su nobleza. Porque éstas han sido las dos cualidades que adornan su trayectoria profesional y su propia existencia.
Una funcionaria cabal, desde luego. Atenta, leal y servicial. La funcionaria que llegó procedente del jardín de la infancia del Cabildo Insular y que fue pionera a la hora de reivindicar derechos como el de la licencia por embarazo, cuando eso de los derechos era todavía una asignatura de la que apenas existían nociones. Ese papel de valedora lo prolongó luego, toda su vida profesional, con naturalidad y sin estridencias, haciendo efectiva la solidaridad precisa, como saben bien sus compañeras que contrastaron sus desvelos, en los tres primeros mandatos municipales democráticos, para contribuir a consolidar la red de servicios sociales del Puerto de la Cruz cuyo modelo sería luego asimilado por otros ayuntamientos españoles.
Y por encima de todo, una mujer encantadora, esposa y madre ejemplar.
Pino, la samaritana.
Las responsabilidades que empiezan por escuchar los problemas, las penurias y las circunstancias de necesidad que transmiten las personas que no tienen otra referencia ni otro desahogo que el área o departamento de servicios sociales de un ayuntamiento. Luego siguen por el estudio y el encauzamiento de una posible solución: desde no disponer de vivienda a no tener recursos para abonar el alquiler, pasando por las cuatro exiguas paredes en muy deficientes condiciones. Están los otros problemas: los de atención sociosanitaria, los de una intervención quirúrgica pendiente, los de un ingreso hospitalario que no se consuma, los de una menor embarazada, los de ayuda a discapacitados, los tratamientos a toxicómanos, los de carencias alimentarias, los de rupturas familiares traumáticas, los de convivencia convulsa, los de hijos inadaptados, los de malos tratos, los de tramitación de pensiones o ayudas…
De todo eso, de estos dramas, sabe mucho Pino, a quien hemos visto llorar cuando las colas de personas que demandaban sus servicios desbordaban las dependencias municipales, aún finalizada la jornada laboral. Ella seguía allí, como si de una doctora o de una psicóloga se tratara. Probablemente, administrando la terapia del consuelo y del ánimo; probablemente transmitiendo el único aliento que los necesitados podían encontrar después de haber recorrido mil y un lugares o haber agotado toda esperanza. Incluso, en los hogares de los afectados, a donde se desplazaba sin reservas. Pino ha conocido las interioridades de centenares de familias portuenses y a todas ha procurado ayudar en la medida de sus posibilidades, en lo que estuviera a su alcance, pese a que hubiera causas imposibles o que los repetidores de las demandas perseverasen a sabiendas de que no se había producido variación de la última contestación que pudo haber sido, acaso, cuarenta y ocho horas antes.
La necesidad más acuciante, desde luego, fue o ha sido la vivienda. Pino ha sabido de los apremios y de las presiones, de las necesidades imperiosas y puede que de algún aprovechamiento. Ha conocido de frustraciones y de los contentos tras un largo proceso de espera. Ha baremado, ha explicado, ha pedido certificaciones y papeles que faltaban, ha informado, ha incorporado a ultimísima hora y ha sufrido también los disgustos y los dicterios de quienes, en algún proceso, de promoción pública o de protección oficial, no resultaron adjudicatarios y la señalaron, injustamente, culpable.
Pino ha conocido desde dentro la tremenda transformación experimentada en su especialidad. Y ahora, después de tantos años, cuando llega el momento de su jubilación, sus hijas y sus compañeros, amistades y allegados, quieren transmitirle todo el afecto y todo el respeto que ha sabido granjearse con su entrega y con su nobleza. Porque éstas han sido las dos cualidades que adornan su trayectoria profesional y su propia existencia.
Una funcionaria cabal, desde luego. Atenta, leal y servicial. La funcionaria que llegó procedente del jardín de la infancia del Cabildo Insular y que fue pionera a la hora de reivindicar derechos como el de la licencia por embarazo, cuando eso de los derechos era todavía una asignatura de la que apenas existían nociones. Ese papel de valedora lo prolongó luego, toda su vida profesional, con naturalidad y sin estridencias, haciendo efectiva la solidaridad precisa, como saben bien sus compañeras que contrastaron sus desvelos, en los tres primeros mandatos municipales democráticos, para contribuir a consolidar la red de servicios sociales del Puerto de la Cruz cuyo modelo sería luego asimilado por otros ayuntamientos españoles.
Y por encima de todo, una mujer encantadora, esposa y madre ejemplar.
Pino, la samaritana.
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