Los
dos hechos que han agitado la convivencia española durante esta
semana, hasta el punto de eclipsar asuntos tales como los vaivenes de
las aspiraciones soberanistas de una parte de los catalanes y sus
derivadas judiciales, el tira y afloja de la aprobación de los
Presupuestos Generales del Estado (PGE) y los inexorables avances en
la resolución judicial de las obscenas tramas de corrupción,
acentúan la desazón de una sociedad que apenas se acuerda de los
valores que tuvo y contempla, entre la indignación y el pasotismo
indolente, la evolución de la charanga y pandereta, con permiso del
poeta.
Los
dos hechos, decíamos, la tensión vivida entre componentes de la
familia real a la salida de un oficio religioso cuyas imágenes han
dado la vuelta al mundo monárquico y republicano, y las oscuras
incógnitas que envuelven el ya célebre máster de la presidenta de
la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, han generado la
controversia que, para mal, termina dañando la seriedad y el respeto
que hay que ganarse con obras y comportamientos bien distintos, así
como mermando la credibilidad y la confianza que las instituciones
-especialmente la universitaria- y su funcionamiento deben acreditar
en todo momento so pena de ir sumiéndose en el desprestigio.
Entonces,
no es que el personal pierda perspectiva sino referencias. Hace
tiempo que, en el ámbito social y político, ha ido alejándose de
todo progresivamente. Hasta el crecimiento económico, beneficiario
principalmente de las clases pudientes, ha favorecido su indiferencia
y su desafección. Los medios y las redes hacen el resto del trabajo.
El socorrido tópico de la 'marca España' también se resiente (el
tópico y la marca, claro). Las audiencias millonarias de las
transmisiones deportivas televisadas revelan claramente cuál es el
refugio, cuáles son las preferencias de la gente.
Y
cuidado, porque las consecuencias de los problemas que laten, no es
que sean imprevisibles, que también, pero cabe pensar que engrosen
el fastidio y el escepticismo de mucha gente. Una sociedad que se va
desmotivando porque contrasta que la tirantez familiar no se resuelve
donde hay que hacerlo y da pie a que se haga visible sin freno ni
remedio; y porque algo tan serio como la obtención de una titulación
universitaria se presta a las más insondables componendas, hasta
hacerla diluir en las coordenadas políticas que son manejadas a
conveniencia. Con lo fácil que hubiera sido, por cierto, poner
blanco sobre negro esta desesperanza del dichoso máster. No ocurrió
así porque Cifuentes y los suyos no quisieron, no supieron y no
pudieron despejar con claridad, en las primeras veinticutaro horas,
las incógnitas que se multiplicaban. Tanta apelación a la
transparencia para que luego asistiéramos al esperpento
oscurantista.
No
se merecen la institución y la comunidad universitaria sufrir estos
quebrantos trufados de irregularidades o suspicacias y supeditados a
intereses políticos personalistas. Tenemos pruebas de cómo se
resuelven situaciones parecidas en otras democracias, sin necesidad
de llevarlas al límite como aquel ministro del Reino Unido que puso
el cargo a disposición del jefe del ejecutivo por la descortesía de
haberse retrasado en sede parlamentaria dos minutos, dos, en la
respuesta a una diputada de la oposición. Simplemente, con no poder
demostrar lo contrario de lo que se imputa, ya basta.
No
se merece esta sociedad, en fin, tener que asistir, más o menos
cíclicamente, a bochornos, desaguisados y escandeletes que, además
de reñir con la educación y la ética, prosiguen minando
principios, credibilidad y confianza. Que sean conscientes quienes
protagonizan estos absurdos, tamañas inconsecuencias. Mientras
tanto, un problema político-territorial de cuidado y unas pensiones
de muy incierto recorrido. Por citar algo, no más.
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