¿Fue
Manuel Fraga Iribarne, a la sazón vicepresidente y ministro de la
Gobernación de Arias Navarro, quien dijo, en cierto momento de la
Transición política, “¡La calle es mía!”? Afirmativo.
Evidentemente, no era suya pero costaba hacérselo entender, así
como a algunos de sus herederos que parecieron interpretar al pie de
la letra tal aserto. Pero tempus
fugit, el
tiempo vuela o se escapa, lema utilizado hasta no hace mucho tiempo
para decorar relojes.
De modo que la
calle era, en cierto modo, territorio de todos y ahora recordamos
aquellos años en que jugábamos en ella, nos divertíamos en ella,
convivíamos allí niños y adolescentes, en los años cincuenta y
sesenta del pasado siglo. Algunas empedradas y quienes accedían a
las ya pavimentadas, era como si tuvieran un artículo de lujo.
Lógico: escaseaban o no había instalaciones deportivas, en tanto
que algunas plazas públicas quedaban un tanto lejanas para
acercarse, previo permiso de los padres, faltaría más. Don Manuel
tuvo un sentido posesivo y autoritario; los niños de aquella época
-de calzón corto ellos; blusas y faldas ellas, algún pantalón- lo
que querían era jugar en la calzada, cuando el tráfico rodado era
escaso y cuando los vecinos y viandantes se detenían para fijarse en
las habilidades, en lo grande que está el hijo de... y en llamar la
atención para poner fin a aquella estampa lúdica, tan sana, tan
noble, tan de aprendizaje.
Claro que el
territorio de la calle, tan accesible, tan libre, fue mermando. Ya
había vehículos cuyos conductores encontraban su estacionamiento,
nuevas construcciones que alteraban la fisonomía de la vía, alguna
definitivamente ganada para la causa del tráfico o del comercio. Iba
aumentando el fastidio a medida que se acortaba el espacio. Los niños
de ambos sexos fueron perdiendo sus predios; la calle, con un nuevo
trajín, dejó de ser suya.
Entonces, fueron
desapareciendo juegos como el brilé o balón prisionero y también
balón tiro, el tejo, variante de la rayuela: pintados sobre el suelo
los espacios con una tiza hurtada en el colegio-, piola,
montalachica, sintoquelis, virgo o el escondite, la soga. O los carritos y camiones de verga. O el simple
intercambio de cromos. Boliche, el trompo. Todo lo más, algún
tímido ensayo de un intento colectivo o grupal. Hasta había zonas
delimitadas, un reparto de la calle cuasi virgen para los chicos y
las chicas que, al final, terminaban juntándose e intercambiando los
elementos de lo lúdico. Algunos años después, Mike Kennedy y Los
Bravos cantaron algo así como “Los chicos con las chicas/tienen
que estar”. ¡Qué cosas!
Posiblemente,
aparte del aprendizaje y la distracción, lo mejor de todo aquello
era la relativa tranquilidad de los padres y abuelos que igual te
mandaban a jugar a la calle que terminaban reclamando la presencia,
desde el balcón o la ventana, para merendar o cenar o porque se está
haciendo de noche. “Those were the days”, cantó la Mary Hopkin
descubierta y producida por Paul McCartney: evocando aquel paisaje,
aquel territorio de la calle, la traducción era bastante exacta:
“Qué tiempo tan feliz”.
2 comentarios:
Aprendíamos todo eso en la calle y huíamos del corujo cuando anochecía. Pasar el día en la calle no estaba tan mal visto porque instalaciones casi no habían; a no ser que te apuntaras en el Frente de Juventudes con todas sus consecuencias.
Hermoso artículo de una época de la que fui partícipe y que aún no he olvidado.
Gracias por traerla a colación, aunque ya no haya vuelta atrás.
A veces, el corazón, descubre razones que el prejuicio niega. Puede ser uno libre y joven, aunque D. Manuel sea Ministro del interior.
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