Caracas, desde las alturas, desde el Monte Ávila, desde aquel teleférico que era admirado y un reflejo del desarrollo del país. El hotel Caracas Hilton, cerca del teatro Teresa Carreño, tomados desde Parque Central, exponentes de una arquitectura modernista y de una capital que avanzaba e iba haciéndose incontenible. Pero también la capital de los contrastes: las edificaciones del 23 de enero, emergentes entre los ranchos de donde salían, desnuditos, niños y niñas con sus madres que también colaboraban en las tareas domésticas o con picos y palas en las de reparación o reconstrucción de caminos de barro o barranquillos desde los que acceder a aquellos ranchitos que servían de viviendas, las populares autoconstrucciones en los cerros y montículos colindantes.
Esa Caracas, a la que llegó en 1957 y en la que permaneció durante treinta años, ya destilaba cosmopolitismo y la diáspora canaria empezaba a poblarla. Familias enteras llegaban a un país, Venezuela, auténtica tierra de promisión. Hasta allí se fue Trino Garriga Abreu, con sus cámaras, a ganarse el sustento, a estar al lado de los personajes de la vida pública, a retratar la cotidianeidad, a plasmar la vitalidad de la que ya era una gran ciudad y del interior de un país de recursos naturales inagotables y que se brindaban florecientes para cuantos querían emprender y hacer fortuna.
Allí Garriga trabajó sin cesar, atento a la evolución política y participando, como un ciudadano más, como un emigrante más, en los procesos democráticos. Hasta el embajador Matías Vega Guerra le requirió en alguna ocasión para concederle una exclusiva.
Fruto de aquellas tareas fotográficas son las Imágenes del ayer que expone hasta el próximo viernes en el Parlamento de Canarias. Bueno, esas y las que aporta de una etapa anterior a ese viaje, obtenidas aquí, en la isla, que se sacudía como podía la modorra de la posguerra. Trino Garriga comenzaba a ser un fotoperiodista de nivel, una mirada singular, un ojo especial, un objetivo que parecía esperar a su disparo. Santa Cruz, ciudad apacible y provinciana, con sus rincones de la calle del Norte, luego Valentín Sanz, con su café El Aguila, refugio de intelectuales, y por donde las aguas pluviales discurrían llamativas para los transeúntes y los escasos conductores trataban de sortearlas. Era el ambiente urbano, con callejas y callejones como la que conduce a la Iglesia de la Concepción, captada en 1953 y que hoy ya no existe, o la modernista avenida de Anaga, en una de las primeras expansiones portuarias, captada desde la cúspide del ascensor en el monumento de la plaza de España.
Ambiente diferenciado de la isla rural, de la isla romera y de las zonas campestres, de los caminos vecinales para acceder a las fincas y de refugios pesqueros, como el del Puerto de la Cruz parte de cuyo entorno parece un decorado sobre la orilla del mar, donde cuatro ranilleros estarían hablando de ciencias y artes, según la copla. Los balcones desvencijados de Icod de los Vinos o de Vilaflor, en blanco y negro, harían las delicias del estudioso del género, Tomás Méndez Pérez, autor de un excelente libro sobre las balconadas canarias. Las gangocheras atraviesan el cañaveral del parque García Sanabria y Trino Garriga proporciona un toque de exotismo.
Imágenes del ayer, treinta y una fotos de un Trino Garriga que se tomó muy en serio su quehacer y que fue testigo excepcional de momentos que convertiría en históricos. Cristóbal García, de algún modo su administrador, su consejero de confianza, es el comisario de esta colección que viene a significar un rescate pletórico de vida, experienciada allá por los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo. Desde entonces, Garriga, su ojo, su mirada, sus objetivos, alumbraban paisajes y rostros, progreso y humanismo, estampas, en fin, que ahora nos ofrece con su ternura de siempre.
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