La profesora Margarita Rodríguez Espinosa hizo una primorosa presentación de la última novela de Juan Cruz Ruiz, Mil doscientos pasos (Alfaguara), prolongando la relación del autor con el Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias (IEHC), donde ha ido fraguándose una sucesión de palabras y reflexiones encadenadas que hacen del amor por la literatura y el periodismo un hecho permanentemente sugerente, en el que siempre hay algo por recordar y por descubrir. Si a ello se le añade la presencia, vía digital, de la joven escritora Saray Encinoso, que protagoniza el salto y la visión generacional, con el esfuerzo técnico de Alex Amador para que el diálogo fluyera en condiciones que mantuvieron el interés sin alteraciones todo el tiempo, quedó un acto de los que se recuerdan siempre, con sabor a letras bien hilvanadas.
Rodríguez Espinosa empezó aludiendo un tiempo de vacío cultural en la ciudad. Allí estaban el IEHC y el colegio de segunda enseñanza Gran Poder de Dios para intentar superar la situación. “Se daba la circunstancia --evocó Margarita-- de que la profesora de Literatura del colegio era la secretaria del Instituto. En la secretaría impartía sus clases y ponía a disposición de sus alumnos la biblioteca. Juan conserva el recuerdo de los primeros libros que se llevó en préstamo, los de Julio Verne, los de Dickens, uno del padre Coloma..., y ha mantenido viva y cálida su relación con esta institución desde aquellos años, desde poco después, cuando figura como miembro de las primeras promociones de la Sección de Estudiantes del Instituto, y hasta la actualidad. Aquí ha hecho presentaciones de libros, incluidos los suyos propios, ha dado charlas y conferencias, ha organizado encuentros y hasta celebró un cumpleaños en un emotivo acto en el que hizo público su deseo de donar su biblioteca particular a aquel instituto de su infancia, que es este, que trata de corresponderle con afecto y con la gratitud que se merece”.
La presentadora dijo haber descubierto un libro diferente a los otros, “una novela en que la ficción es ficción, lo que parece una redundancia, pero tratándose de la literatura de Juan hay que señalarlo. Eso no quiere decir que esta vez el escritor traicione su uso acostumbrado de la memoria como recurso literario, porque la ficción está edificada con materiales que son recuerdos”.
La profesora Rodríguez Espinosa habló de que estamos ante otra novela de la memoria, “la misma inagotable memoria que atraviesa todos sus libros”. Un libro dedicado A los chicos de mi barrio, ninguno de los cuales sale en esta novela. “Los chicos del barrio de Juan –aclaró la presentadora-- entran a formar parte de la novela, pero el escritor nos ha querido dejar claro desde el principio que los de esta historia van a ser otros, en un barrio recreado para ser escenario de los sucesos de la etapa que ha acotado: la adolescencia, la edad del descubrimiento del mundo adulto y de su crudeza; de los experimentos sexuales, de la curiosidad por el sexo y de la culpa. La edad que él describió una vez tan dura, tan llena de peligros y de competiciones, de agresiones y de burlas y que él ha elegido para narrar lo más oscuro de su memoria: el recuerdo de las sombras del franquismo, de la pobreza de la posguerra y de los niños descalzos”.
Precisó luego que el autor no abandona su universo narrativo ni su mitología. Por eso se reconocen en el texto sucesos, lugares y personajes. Pero “hay poco lugar para el relato de la inocencia, del paraíso perdido. Todo lo describe y lo cuenta el hombre que regresa sesenta años después al barrio que abandonó a los dieciséis años, y trata de recuperar los sonidos de su adolescencia ( el rumor de la platanera, los chicos llamándose a gritos...); el estanque, por una vez limpio de verde y de lagartijas, y los pocos momentos en que había una “felicidad chiquita”: Después de la lluvia, la tierra feliz desprende olor de inocencia”. Pero la felicidad y la inocencia duran poco, como el paso fugaz de Alessandra, el primer amor, aunque las cosas y el amor de la adolescencia no se saben lo que son hasta mucho después.
“A este narrador –dijo Margarita Rodríguez-- que fue una vez un chico del barrio, los recuerdos le vienen como suelen hacer ellos, dando vueltas; y con cada vuelta vamos a ir ahondando en los personajes y conociendo mejor los sucesos de aquel tiempo, en un desorden mínimo que permite al propio narrador y a los lectores ir atando cabos hasta llegar al desenlace. La casa, el regreso; todo es un verbo que significa lo mismo: vivir, haber vivido, recordar. Esa es la materia de la poesía".
El pasado viene como la bruma y él, abrumado por los recuerdos, se encuentra “diciendo hacia adentro lo que es al fin el resumen de una vida que he venido -dice- a recitar aquí y ante nadie”; sin atreverse a dar los mil doscientos pasos que lo separan de aquella pared de los versos, apoyado en el muro, el Muro con mayúscula, donde los chicos paraban siempre, y ocasional mentidero para los hombres. Las mujeres pocas veces salían a hablar a las puertas de las casas.
La presentadora aludió a la maledicencia como otra clave de la historia, con los vaivenes de los recuerdos y mientras se desvelan los secretos. Señaló que “la calumnia entonces formaba parte de lo cotidiano. Decide el destino de los personajes de manera gratuita, sucia, despiadada y asesina. Las mentiras maliciosas se escuchaban en todas partes, era imposible escapar. Hasta los chicos las practican, aprendidas de los mayores, de los hombres, las peores malas lenguas”.
“La calumnia y la burla eran tan habituales como inevitables”, apostilló. Y para contarlas, el autor rescata palabras que teníamos perdidas, como monifato, singuango, sorullo o sarasa, o la misteriosa cariante usada como cobarde, que, que yo sepa, solo aparece en un diccionario, el Diferencial del Español de Canarias de Dolores Corbella, Cristóbal Corrales y Maria de los Ángeles Álvarez, con el significado de “vaso de vino”, con lo que se le da un giro surrealista al insulto. Son las palabras que, junto a otras más inocuas, como malimpriadito, disbruzada o cambado, casi todos portuguesismos, por culpa del uso estandarizado del idioma, habíamos extraviado, pero no olvidado. Y aquel “más nada” , que, igual que el “más nunca”, nos corregían en la escuela: se dice “nada más”; no sé por qué, que había en contra del portugués mais nada.
En fin, una brillante y lucida presentación de este nuevo libro de Cruz, Mil doscientos pasos, en cuya página de dedicatoria aparecen también su maestro, Domingo Pérez Minik; y su amigo, el doctor Rafael Cobiella. “A ellos les hubiera gustado mucho esta novela sobre la amistad y contra la calumnia”, concluyó.
(Y a Rubens López García, biólogo, un sabio portuense, fallecido ayer en Madrid y del que escribiremos mañana).
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