Se
han cumplido cincuenta años de la tragedia, de la desaparición del
Fausto, un barco pesquero de origen palmero que debía hacer la ruta
entre El Hierro y Tazacorte y nunca llegó a su destino. En aquel
verano de 1968, el suceso fue conmocionante. Aún recordamos las
esperas tempranas en la librería cercana para leer El
Día. Y
luego, cuando ya de noche, llegaba La
Tarde y
ávidos comprobábamos si había novedades.
Pero el Fausto no apareció.
Cuando se creía que ya estaba a la vista o que, por fin, había
encontrado el rumbo adecuado, nunca ocurrió: el misterio perfecto.
El
palmero Antonio Tabares, con Delirium
Teatro, ha
llevado al teatro aquel suceso, una producción titulada Proyecto
Fausto, representada
el pasado sábado, incluida en la programación de Periplo,
en la sala Timanfaya
del
Puerto de la Cruz, a la que para acceder, por cierto, había que
hacer un complicado rodeo, como consecuencia de las obras de
remodelación de las calles adyacentes. De todos modos, lleno.
El resultado es excelente.
El drama contado de manera descarnada, adecuadamente secuenciado
desde sus orígenes, desde aquella niebla envolvente que jamás
disiparía la suerte final del pesquero. Cuatro mujeres que esperan a
sus parejas y sufren aquella incertidumbre atroz, alimentada por las
habladurías y las suposiciones desatadas a galope tendido, pero
también por el silencio prolongado o la inconcreción informativa.
En la obra, las esposas se
desdoblan en los papeles de sus maridos (un incesante cambio de
chaquetas) y ganan la escena incluso contando, en primera persona, en
primeras personas, la experiencia con la viuda superviviente. Es una
incorporación explicativa de la complejidad de la situación: cómo
escenificar lo que no se sabe o lo poco que se sabe de lo ocurrido a
bordo del Fausto. Hay un fragmento de la obra en que las actrices
reconocen estar imaginando los diálogos entre sus maridos.
El Fausto fue bautizado como
barco fantasma. Navegaba pero nadie lo vio retornar a La Palma. Lo
avistaron, según testimonios probados y documentados, un buque
inglés, desde el que suministran víveres y combustibles, se ofrecen
a remolcar e invitan a subir a bordo, opción que desechan los
ocupantes; y otro italiano que se dirigía a Puerto Cabello
(Venezuela) que avisa del macabro hallazgo de uno de aquellos junto
al motor y del cable tendido para remolcar hasta la costa venezolana.
Y de una comunicación posterior dando cuenta de la rotura y de la
consiguiente deriva. Era la tercera y definitiva desaparición del
Fausto en altamar.
Irene Álvarez, Soraya
González del Rosario, Carmen Hernández y Lioba Herrera dan vida a
las esposas de quienes en su seguridad marítima, su destreza
mecánica y sus vacilones, compartieron aquella accidentada y fatal
travesía con el cuarto ocupante que, inesperadamente, subió en El
Hierro y no pudo ver a su hija enferma. El acordeón visible en el
escenario de Pablo González Pérez enriquece la ambientación
musical de la obra, o del proyecto, como prefirió titular Tabares,
porque la historia, como la del barco, con sus dudas, con sus
posibles, con todas sus suposiciones, es una historia inconclusa,
nunca resuelta.
Pero su representación es
un respetuoso canto a los misterios insondables del océano, a la
esperanza imposible pero nunca abandonada, al impacto sociológico y
al amor. En un momento dado, una de las protagonistas exclama que
todo ha sido una gran mentira. Más allá del recurso expresivo, la
impresión que queda es la contraria, aunque no se sepa aún, a
ciencia cierta, qué ocurrió realmente. Fausto o el misterio
perfecto, tratado en esta obra, tan histórica como el suceso, con
virtuosismo teatral poético y descarnado.
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