Parece
fácil pero no es así. Hasta el título de la convocatoria invitaba
a pensar que es lo más sencillo del mundo: “Viajes, fotografía y
comunicación”. Como si para viajar no implicara prepararse,
obtener documentos, vacunarse y hasta superar las barreras del
idioma. Como si hacer una foto solo implicara apretar el disparador y
no tener en cuenta las circunstancias del paisaje y del color, por no
hablar de la oportunidad, de ese bien llamado momento mágico. Como
si la producción posterior del trabajo realizado, que lo acepten, lo
publiquen o lo emitan, no pasara por convencer de sus bondades a
jefes y ejecutivos decisorios.
No
es sencillo. Y así se lo preguntamos a Salvador Aznar Angulo, una
persona que estudió arte, que venía del mundo del comercio y
terminó haciendo de la afición su profesión. Leyó a Verne y a
Salgari; después, ya adulto, a Byron, Bowles, Hemingway y un
habitual de este festival, Reverte. Y se dio cuenta, antes de que el
concepto movilidad se pusiera de moda, que viajar es primordial para
que el ser humano se realice plenamente, para observar y escrutar.
Por eso ha recorrido cuatro continentes, el quince por ciento del
planeta: Australia cederá dentro de poco, seguro.
Fue
descubriendo, a veces más deprisa de lo que hubiera deseado, el
poder de la imagen. Si tuviera que definirla, diría que la
fotografía es escribir con luz. Bueno, y dibujar también: como los
antiguos viajeros, dibujaba las escenas, porque como desde niño
solía pintar lo que surgía ante sus ojos, se sintió fascinado por
la comunicación gráfica, sobre todo cuando empezó a ser sujeto
activo de ella.
Claro
que se percató de que hay mucha técnica que aprender. Por eso se
esmeró en cada paisaje, en cada amanecer, en cada puesta de sol, en
cada mirada, en cada rostro, en cada objetivo que la realidad
brindaba espontáneamente. Buscaba y busca el lado amable de las
cosas, tal es así que en algunos viajes de ayuda humanitaria,
sacrificó la cámara para cooperar con los necesitados o con las
personas accidentadas.
Aznar
interpreta al pie de la letra que detrás cada foto hay una historia.
Más tierna o más cruel; más gratificante o más cruda. Pero la
historia late e inspira recuerdos, riesgos, testimonios, sensaciones,
frustraciones y solidaridad. Recuerden: escribir con luz, a veces
tenue, a veces escapándose; pero ahí, justo ahí, con tal de
sustentar la historia.
Lo
bueno es que esa percepción la conserva después de haber
experimentado en primera persona la evolución de la fotografía: de
la analógica a la digital, de lo elemental a la sofisticación. Del
blanco y negro a la policromía filigranesca. De la réflex a los
drones. De las 'bridge' a los visores electrónicos y objetivos
intercambiables. De los negativos al papel fotosensible. Del mate a
la superficie con textura sedosa.
Su
quehacer permite contrastar que el trabajo de fotógrafo es muy duro.
Porque hay que planificarlo. Porque hay un preámbulo más o menos
largo antes de obtener el resultado apetecido. Buscar la luz, elegir
los motivos, rebelarse ante la insatisfacción, ante la
instantaneidad perdida. Cuando eso suceda, tendrá que tragarse uno
de los célebres principios de la profesión: el fotógrafo no estaba
allí.
Salvador
Aznar Angulo, nacido en Tetuán en 1955, cuando aún era Protectorado
de Marruecos. A los siete años, se vino con la familia al barrio de
La Salud, en la capital tinerfeña. Al reino alauí siguió yendo
porque hay cosas que no se olvidan como el mar de Tánger o las
edificaciones de Marrakech, siempre aptos para enriquecer su obra
gráfica, con la que ha querido comunicar y con la que ha cultivado
el concepto de multiculturalidad que desarrolla para desterrar
prejuicios y estereotipos asociados.
De
todo eso, de su dilatada experiencia, habló en la
segunda jornada de la sexta edición de Periplo.
El
suyo es largo, con amplio reflejo en Canarias y con mucho que
proyectar en el futuro que sigue escribiéndose con letras de viajar,
fotografiar y comunicar.
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