En
1832, una epidemia de cólera morbo había arraigado en Europa. Asi
trascendió en América del Norte. Ello acarreó la instalación de
una barrera infranqueable a las operaciones comerciales con las
islas, cuando se creía que, después de pasada la plaga, la
población podría quedar expedita para comerciar libremente como
antes de sufrirla.
Pero
el cólera morbo causó auténticos estragos. Una plaga perjudicial,
de efectos ruinosos para las Islas Canarias pues varios países se
vieron afectados, precisamente los únicos que consumían vinos y
barrillas, productos de interés que favorecían exportar la
naturaleza de nuestro suelo y que, como consecuencia de una nulidad
absoluta en aquellos años, ponía a la provincia al borde de la
miseria.
(Conviene
explicar brevemente lo que eran el cólera morbo y las barrillas. Se
trata de una enfermedad que proviene del delta del Ganges y se
manifiesta en sus primeros estadios con
diarrea
y vómitos biliosos,
la lengua se cubría con una costra blanquecina. La orina era escasa
y encendida, el sudor abundante y en ocasiones se producían
descamaciones en la piel. En este primer momento, si se trataba con
un buen régimen y un plan medicinal, la enfermedad se curaba, por
norma general. Sin embargo, si no se ponía tratamiento adecuado con
los primeros síntomas, la enfermedad era irremediablemente mortal.
En cuanto a la barrilla, según puede leerse en el sitio web
canarizame.com
(Historia
menuda de Canarias), era
una planta pequeñita, rastrera, que se encuentra por las zonas de
costa de casi todas las islas. Durante mucho tiempo, la única forma
de conseguir sosa, imprescindible para hacer jabón, era a partir de
las cenizas de quemar algunas plantas que las acumulaban en su
interior. Canarias fue uno de los mayores productores de barrilla en
el siglo XVIII. Se
exportaba a Londres, donde hacían jabones con los que se bañaba
gran parte de Europa. Gracias a las barrillas se hicieron enormes
fortunas en las islas, sobre todo en Lanzarote, donde se mejoró el
sistema de extracción, utilizando hornos que producían bloques de
sosa, en vez de ceniza de sosa. Pero el negocio se hundió. Razones:
primera,
encontraron una manera de producir sosa de forma industrial; y
segunda, los empresarios canarios empezaron a meter callaos dentro de
los envíos para aumentar el peso, y los compradores bajaron los
precios por culpa de la estafa y se fueron a comprar la sosa
industrial, un poco más cara pero con la cual no les engañaban.
Puede decirse que en el siglo XVIII, si muchos europeos se bañaban y
lavaban la ropa, era gracias a la aportación de los canarios).
Para
ningún punto, ni aún para los mismos que sufrían el cólera
morbo,
fue esta plaga tan perjudicial ni tan ruinosos sus efectos como para
las Canarias, cuya pobreza no guardaba nivel ni las equilibraba con
el poder de los países donde reinaba aquella enfermedad. Así lo
escribió Nicolás Pestana Sánchez, cronista oficial del Puerto de
la Cruz.
En
efecto, fue el pueblo que, según el cronista, “más sufrió las
consecuencias de aquellas medidas sanitarias, que se hacían más
visibles cuando se consideraba que fue, en mejores días, el primero
de la provincia por su opulencia, su comercio y sus mejores
relaciones con todos los países extranjeros y nacionales, donde
consumían los vinos de Tenerife, envilecidos, ahora, por la
rivalidad de otros ya más baratos o mejores”.
La
inacción, el abatimiento y la miseria predominaban en la localidad
portuense, aún más visibles desde que se encontró la imposibilidad
de continuar los negocios, aumentándose, según relata Pestana,
después de que se obligara a seguir a Santa Cruz a los buques que
llegaban para sufrir allí el expurgo y la ventilación de los
efectos que conducían, pues de esta obligación resultaba, entre
otros, el inconveniente de que se demoraban o imposibilitaban las
empresas. Y era causa de que se requiera mayores y, a veces, dobles
fletes al contratarse los buques, nuevos seguros para ellos y para
las mercancías, mayores gastos de cuarentena de las que en el Puerto
se sufrían, costas inmensas en las conducciones por tierra y mar
hasta aquí y el riesgo de averiar o perder los artículos en el
tránsito, principalmente en los inviernos.
El
cronista señala que cuando el Ayuntamiento estuviera desengañado o
pensare remotamente que obligar a los buques a hacer su cuarentena en
Santa Cruz impedía la contaminación del cólera
morbo,
sería delincuente y merecerían sus individuos un severo castigo, si
desoyendo la voz de la humanidad apoyasen lo contrario como lo
apoyaban y pretendían. Creía la institución entonces, firmemente,
que el peligro de la isla consistía en hacer ir los buques que
llegaban al Puerto hasta el de Santa Cruz, pues tenían que correr
una costa dilatada, siempre llena de barcos abiertos, con los que
podían comunicar y llevar a efecto sus negocios clandestinos, fuesen
las personas extranjeras --a las que nada le importaba nuestra
salud--, o aquellas que, desoyendo los sentimientos de la moralidad,
prefiriesen el beneficio que particularmente creían que les
resultase.
En
el entonces Puerto de la Orotava había la facilidad de hacer fondear
los buques delante del pueblo en los inviernos y amarrados a los
riscos en los veranos, custodiados por las lanchas de ronda que se
hallaban establecidas y que se deberían poner bajo el mismo pie que
se dispuso en Santa Cruz. Así, no habría peligro que temer sino
que, por el contrario, quedaba cortado de raíz el mal que amenazaba
a todo el vecindario; mayormente cuando la Junta de Sanidad
instituída en el Puerto cumplió en todos los tiempos con sus
deberes, con el empeño y propiedad que era natural a la clase de
individuos que la componían.
Además
era notorio que el Castillo San Felipe, al oeste de la población,
que era el fin de la jurisdicción portuense, por su situación y
distancia al pueblo, así como por la disposición de su fábrica,
era un punto que parece fue hecho propiamente para destinarlo al
expurgo y ventilación de efectos. Este Castillo se encontraba sin
uso; el sector comercial del pueblo (por emplear una fraseología de
hoy en día) estaba dispuesto a hacer, a su costa, en los techos y
demás, las reparaciones necesarias para la seguridad de las
mercancías y demás enseres que se guardasen o custodiasen en él.
Todas
estas razones -concluye el cronista Pestana- fueron puestas en
conocimiento del presidente de la Junta Provincial de Sanidad para
que, a su vez, las hiciese llegar a conocimiento de las autoridades
del Gobierno de la Nación.
Día
46 de la alarma
Hay
sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados pero
no la seguimos en la tele. El pulso de la calle sigue siendo bajo. Se ve alguna
que otra operación de descarga de mercancía. En el balcón de un
restaurante cercano colocan una pancarta con el reclamo de comida
distribuida a domicilio gratuitamente. Se animan los preparativos
aunque las reacciones de restauradores y propietarios de cafeterías
son escépticas: les parece que la ocupación del 30 %, dispuesta en
las previsiones gubernamentales, no les satisface porque no es
rentable, según dicen. Miren por donde se confirma que el negocio en
algunas localidades o sectores de las ciudades estaba en las
terrazas, en la calle, en la ocupación de la vía pública. A ver si
el virus va a terminar siendo el regulador de esa ocupación. De ello
hablamos también en una tertulia radiofónica. Veremos cómo
evoluciona y qué se desprende de la casuística, que será infinita.
Lo
que es un rumor se confirma por la tarde: este año no habrá
embarcación de la Virgen del Carmen. Los lamentos circulan
rápidamente en redes sociales. Estamos a dos meses y medio de esa
procesión marítimo-terrestre y cómo evolucionará la pandemia es
una incógnita pero en el Ayuntamiento no quieren riesgos con las
concentraciones humanas.
Para
cumplir un encargo de traslado de utensilios, pasamos por Cupido,
trasera del antiguo colegio de los padres agustinos, recinto del
Torreón Ventoso. Estampa de abandono. Hay un montón de tejas
apiladas en un lateral mientras la hierba crece salvaje en espacios
abiertos. Es visible la desidia, que también conlleva sus riesgos.
Alguien debería tomar la iniciativa y promover su limpieza. Ya se
sabe que esos abandonos no hacen sino crecer.
Hay
padres y madres que se toman muy en serio lo del acompañamiento de
sus hijos. A los menores se les ve desconcertados. Toda las calles,
toda la plaza para ellos, les hace mirar a diestra y siniestra,
arriba y abajo. Un niño abandona su patinete y se aferra al regazo
materno mientras saborea un chupete. Menos gente hoy aplaudiendo en
los balcones.
Noticia
llamativa de un bebé nacido en una patera. La vida, la emigración
irregular, sigue deparando hechos insólitos mientras se lucha por la
supervivencia.
Por
cierto, los datos en Canarias, cuando pasadas las ocho de la noche,
el sol sigue proyectando sus últimos rayos en azoteas y paredes de
edificios, siguen apuntando que se divisa la luz en el túnel. Es una
pequeña ventana de claridad: hay dos mil doscientos cinco casos,
ciento treinta y cinco decesos y mil ciento veintiuna altas. Es decir
más de la mitad de las personas afectadas por la COVID-19 en las
islas se han recuperado.
Cerca
de las once de la noche, como ayer, pasa un helicóptero. El último
apunte de la jornada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario