lunes, 9 de agosto de 2021

CONTRA EL DISCURSO DE ODIO

 

El secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Antonio Guterres, advirtió en los primeros meses de la pandemia que esta había desencadenado “un tsunami de odio y xenofobia en el mundo entero”, buscando “chivos expiatorios y fomentando el miedo”. Su llamamiento era directo: hay que actuar para “fortalecer la inmunidad de nuestras sociedades contra el virus del odio”. Y lamentaba que se hubiera vilipendiado a los migrantes y refugiados como fuente del virus, “para que, acto seguido, se les hubiera denegado el acceso a tratamiento médico”.

Un año después, la Unesco ha publicado un sustantivo informe bajo el título Las políticas de las grandes plataformas sobre discurso de odio durante el COVID-19 que confirma plenamente las tesis de Guterres: durante la pandemia –consigna- se registró un aumento del discurso de odio en las redes sociales. El documento resalta que esa “intensificación de la retórica racista en redes sociales y medios de comunicación coincide con el aumento de ataques contra esos mismos grupos registrados en varias partes del mundo”. Y menciona casos en países de América Latina, como Brasil o México.

Así las cosas, cabe preguntarse cuál es el papel del periodismo. ¿Sirve de algo? ¿Está haciendo lo suficiente? Y un par de cuestiones más: ¿Es posible cubrir los discursos de odio sin amplificarlos? ¿Cuáles son los criterios para el abordaje? ¿En qué circunstancias puede implicar límites a la libertad de expresión?

Para la periodista especializada en desinformación y plataformas digitales Ana Laura Pérez, quien es además la autora del informe de la Unesco, el periodismo tiene el rol de “construir condiciones de debate que sean sanas y, por ende, expulsen el discurso de odio”. Sin embargo, sostiene que no deben ser los periodistas quienes lo expulsen “de manera sistemática, diciendo qué sí y qué no”.

A su entender, si bien en algunos casos los periodistas “no tenemos más remedio que informar de esas cosas o está bien eventualmente que lo hagamos, deberíamos hacerlo de una manera menos acrítica, más sana, explicando o dándole más contexto a determinadas cosas”. Pérez asegura que exponer o desmontar estos discursos desde la práctica periodística, sin amplificarlos, es difícil -porque implica “tiempo, análisis, reflexión y recursos humanos preparados”-, pero posible. La clave está en ejercer un periodismo que aporte rigor, presente datos con base científica y no revictimice.

El análisis incentiva la aparición de otras interrogantes, entre ellas la siempre cruel de si es mejor dar o no dar la noticia. Se cita el ejemplo de algunos países de América Latina, donde se ha viralizado información falsa que señalaba a inmigrantes de determinada nacionalidad como culpables de brotes de coronavirus en barrios, comunidades o instituciones. Esa noticia falsa ¿se debe cubrir para alertar, justamente, que no es verdad? ¿Es mejor no publicar nada? ¿Cómo se puede cubrir sin volver a vulnerar al colectivo señalado? ¿Qué se debe evaluar para tomar la decisión?

En el Informe de la Unesco, Laura Pérez parte de que un primer elemento a tener en cuenta es el volumen de la viralidad de ese mensaje y entre quienes circula. “Si circula en un volumen grande de gente o las características de esa gente, por el lugar que ocupan en la sociedad, implicarán que eso termine en la agenda pública; y algo se tiene que hacer”, asegura. Claro, el volumen debe tener una consideración importante porque “a veces salimos a desmentir cosas que supuestamente son virales y, cuando analizamos entre cuánta gente circuló, resulta que la viralidad eran trescientas personas en Twitter”, dice la periodista. En ese caso, publicar la información puede ser “contraproducente” porque “amplificaría enormemente” el discurso.

No se trata de meras apreciaciones periodísticas o entablar un debate sobre las mismas. A los consumidores de información, les interesa sobremanera y así pueden explicarse el por qué de una determinación con respecto a la publicación o emisión de las informaciones. Si se define publicarlas, hay que tener especial cuidado en “no vulnerar de nuevo o no revictimizar a los protagonistas del episodio”. “Pensemos si es importante decir en la nota que esta persona es china, por ejemplo, y en caso de que sea un dato que no es tan relevante pero nos parece que igual podría estar incluido, consideremos no ponerlo en el título, sino quizás más abajo, y agregando contexto”, sugiere Pérez.

¿Y qué hacer con las entrevistas? Nos parece relevante esta cuestión, sobre todo si analizamos los hechos en contextos o formatos más cercanos y habituales. Como se habrá comprobado, hay expertos o figuras públicas que promueven este tipo de discursos en el marco de una entrevista. Ante esta situación, lo primero que hay que hacer es pedir datos que respalden las afirmaciones porque, en general, “el discurso de odio está sustentado sobre la base del prejuicio”, afirma Laura Pérez. La especialista recuerda a modo de ejemplo que, en un momento, los jóvenes eran señalados como los responsables del aumento de casos de COVID-19 en Uruguay, pese a que no era lo que mostraban los datos oficiales.

Hay que pedirle al entrevistado que sustente lo que está diciendo y después, en la presentación del material -por ejemplo, en el caso de los medios escritos-, hay que dar contexto, manejar otras cifras, mostrar otros datos o lo que sea necesario para que quede claro que esa afirmación parte de una base errónea y que, además, discrimina”, asegura Pérez.

En cualquier caso, lo importante es “no dejar pasar determinadas afirmaciones porque los periodistas creemos que no las estamos validando porque están entre comillas y creo que en algún punto sí, porque la gente no lo mira de esa forma”.

Está claro entonces que la función del periodismo es primordial a la hora de propiciar condiciones de debate que sean sanas y por consiguiente contribuyan a suprimir el discurso de odio.



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