El banco de la uve era de piedra. Ubicado en el vértice izquierdo del costado sur de la plaza del Charco, fue un punto de encuentro de varias generaciones de portuenses. Sobre aquella piedra, sobria y áspera, hablaban los adultos de lo que no molestaba al régimen (aunque de vez en cuando alguien leía en voz alta algún texto de La Codorniz que los oyentes interpretaban) y de la construcción de nuevos hoteles, en tanto los jóvenes escuchaban la transmisión radiada de los partidos de fútbol y reservaban su sitio al que volver después de acudir a comprar alguna golosina o algún cigarrillo en el carrito más cercano. Las parejas de mayor edad se sentaban en la noche de los jueves a escuchar el concierto de la banda municipal de música, dirigida por Pedro Álvarez o Sebastián Miranda.
En el banco de la uve, cuando se hacía de noche, los resistentes que no se sentaban en la ‘cámara alta’ del Dinámico, aguardaban la llegada del vespertino La Tarde. Luego cedían el sitio a novios que enamoraban, más o menos próximos, fraguando sueños y similares. Allí se subían, poniéndose de pie, al paso de la venerada imagen del Gran Poder de Dios, en su festividad dominical, antes de emprender su trayecto en el resto del casco, atravesando Puerto Viejo ya con una cuantas ruedas de fuego que el doctor Pérez Luz y Pepe Acosta contaban en silencio. En esa intersección, precisamente, se producía el relevo de las autoridades y la banda de música que acompañaban al cortejo procesional.
Los ángulos del banco de la uve acababan en una suerte de reclinatorio (más que espaldar) donde apoyarse y descansar. Todos sabíamos de aquella esquina no fue nunca Hyde Park Corner pero sí guardó costumbres y usos sociales de los portuenses que contemplaron, entre estoicos y resignados, la transformación de los edificios de los alrededores, surgidos al calor del bum turístico. Don Juan Ruiz, Santiago Díaz Baeza, José Hernández y sus hijos, Sixto Trujillo… siempre comentaron el incendio en el desaparecido empaquetado de Verdugo, allá en los años cincuenta. El banco fue, en algún sentido, una atalaya para contemplarlo.
Una de las remodelaciones de la plaza omnímoda conllevó la dotación de nuevo mobiliario y el rincón ya no tuvo soporte pétreo, sustituido por bancos de traviesas de madera que era necesario pintar o barnizar una vez al año. La uve, ahora enmaderada, no desapareció del todo. Y así, hasta que otra remodelación dejó paso a unas cortas escalinatas desde las que acceder al perímetro interior, donde varias generaciones de portuenses se pasaron dando vueltas, especialmente los fines de semana, domingos y festivos. En la esquina, desde la última remodelación, hay dos quioscos próximos en torno a los cuales, desde primeras horas de mañana, se habla de ciencias, artes, deportes y lo que haga falta, además de enterarse de fallecimientos y el correspondiente horario de los sepelios.
El territorio sigue siendo más o menos el mismo y el banco de la uve permanece en nuestras memorias. Es probable que algún día se sepa dónde están las piedras que lo componían.
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