La noticia del alcalde de la localidad gaditana de Algar, José Carlos Sánchez Barea, que va a solicitar a la Unesco la declaración de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad para las conversaciones que, tradicionalmente, mantienen los vecinos en el exterior de sus casas o viviendas, con el fin de recuperar la socialización humana frente al uso imparable de las nuevas tecnologías, la noticia, decíamos, ha refrescado la memoria de las que durante muchos años –y no eran específicamente en verano- mantuvimos algunos portuenses en la plaza del Charco, unas veces en las vacías mesas del antiguo bar Dinámico y otras, en los bancos de los alrededores.
Fue un punto de encuentro de distintas generaciones de portuenses que se convirtió en un hábito social. A la salida de la última sesión cinematográfica o a las once de la noche, como hora prefijada sin que nadie la hubiera señalado, jóvenes y menos jóvenes, solteros y casados, nos concentrábamos en aquella popular plaza para hablar, eso sí, de lo divino y lo humano. De fútbol y de cine, de las cosas del pueblo, de las andanzas de personajes populares, de algún suceso, de carnavales, de aeronáutica, de automovilismo o de algún acontecimiento que había trascendido la atención de los participantes.
Eran conversaciones al fresco, o con los abrigos que se lucían cuando aparecía el relente o ese aire frío o cuasi frío que entraba desde el refugio pesquero. Cualquiera sugería, cualquiera opinaba, cualquiera era desmentido, cualquiera apelaba al raciocinio, cualquiera exageraba, cualquiera ironizaba… Todos hablaban hasta convertir el ejercicio en una costumbre inveterada que se prolongaba durante meses. Las horas se hacían cortas y ni siquiera las campanadas de la Peña –todavía sonaban de madrugada- frenaban las conversaciones, de las que derivaban, por supuesto, algunos dichos verdaderamente cómicos, inspirados, un ejemplo, por Gilberto Hernández el Oreja, que recordaba antes de irse “poner las fundas a las palmeras”.
Vimos amanecer en más de una ocasión en aquella suerte de cenáculos que, muy de vez en cuando, eran alterados por el desplazamiento improvisado a algún establecimiento de las localidades limítrofes que tenía horario de madrugada. Curioso, porque aquello servía igual como cena o como desayuno. Hasta que la costumbre se impuso, el refugio era el bar Rolón, al lado del Olympia, donde Manolín o Ruperto González despachaban dulces o pachangas. En cierta ocasión, hubo un mano a mano entre Juan Roberto Ríos y Juan Raya, a ver quién comía más. Fue una competición, claro, a mandíbula batiente. No hay constancia del resultado definitivo; pero sí se sabe que se agotaron las existencias.
Los bancos de la plaza fueron testigos de conversaciones donde se fraguaban riesgos automovilísticos, en la época que la afición al motor era creciente. El ya citado Gilberto Hernández llegó a promover en dos noches una especie de rallye entre quienes habían adquirido coches, más o menos tuneados. A Juan Pedro González, empleado de farmacia, le hizo preparar una hoja de ruta para el control de tiempos en determinados puntos de la Carretera General del Norte, pasando por Las Dehesas, donde Paco Torres y Antonio Rodríguez Fraser rivalizaron sin piedad y estuvieron a punto de chocar. Cuando llegaban los pilotos a la plaza, una salva de aplausos alteraba el silencio de la noche.
Fueron los tiempos en que un festival de aeromodelismo se vivía con pasión, con tanta, que hasta Miguel Ángel Torres tenía que aparecer trajeado para cumplir con el protocolo que le había sido asignado. Eran las noches en que se hablaba hasta de quiénes se habían ausentado de una procesión. O del redoble imponente a las cinco de la madrugada, cuando salía la imagen del Cristo crucificado.
Que nos perdone Sabina pero daban las once, las doce, la una, las dos y las tres, y allí estábamos, activos, al calor de conversaciones y habladurías, de chistes y chismes, los que contaba sin agotarse Pedro Rodríguez Perdomo y los que improvisaba Julio Hernández. Cuando surgía la figura de Juan Eugenio Ríos García, el Marqués, y se colocaba a cierta distancia intentando distinguir a los presentes, se escuchó rotunda la pregunta desde una de las pobladas mesas:
-¿Qué haces marqués, oteando el horizonte?
Ni el cumplimiento de los deberes militares interrumpía la asistencia de muchos fieles a la cita nocturna. De vez en cuando, cuando aparecía alguien no habitual, se incorporaba con una bienvenida que era de Juan Francisco González:
-¡Buenas noches! ¿Qué dice el hombre? ¿ No fumas inglés?
Y si algún conocido pasaba sin detenerse, era Gilberto quien recomendaba:
-¿No te paras, nené? Anda, a recogerse, que ya es hora.
El anecdotario se desgranaba sin pestañear. Tiempos, tiempos… Cuando para alargar aquellos ratos memorables, bajo los laureles y las palmeras, alguien exclamaba:
-¿Dónde vas ya, muchá? Un cigarrito más y nos vamos.
Hasta mañana.
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