Por una vez que el Partido Popular (PP) daba el que parecía ser un paso firme para quitarse de encima el estigma de corrupción que pesa sobre algunos episodio pasados y personajes públicos que ya no están en la circulación política ordinaria, unos pocos miles de afiliados o simpatizantes van y se manifiestan en la calle Génova, donde está la sede principal, pero no para celebrar alguna alegría electoral sino, en una suerte de escrache, para decantarse por una de las partes en la más insólita liza que se recuerda en la intrahistoria de las organizaciones políticas desde el advenimiento de la democracia. El paso dado, que tuvo un rápido acto de contrición, similar al traslado de sede para borrar maléficas sombras pretéritas, era, sobre el papel, el primero de una andadura que se adivinaba complicada pero traspasaba un umbral con el que aliviar el peso de una cruz demasiado onerosa.
Pero allí estaban los cien mil hijos de San Luis, los tres mil o cuatro mil, que se concentraban para vitorear a Isabel Díaz Ayuso, la presidenta de la Comunidad de Madrid, ultraresistente y dispuesta a alargar el encanto que le proporcionó una mayoría holgada en los últimos comicios. Allí estaban, con sus banderas y sus cartulinas, con sus vítores y sus coros de defensa, porque les gusta el caudillismo, el autoritarismo y el ‘totus tuus’. Parecía que estaban bendiciendo las irregularidades y la opacidad. Los juegos de poder se libran en los despachos, intramuros, sabiendo mover las piezas, pero también en las calles, donde se puede acreditar la fuerzas y el poder de convocatoria.
La dirección nacional del PP amagó pero no noqueó y terminó de achantarse. Había salido bien, en su día, el ‘tamayazo’, estuvieron a un clic de revalidarlo con la reforma laboral pero las ironías de la política --¿o la justicia poética?-- viraron el rumbo. Aparecieron unas facturas y algunas revelaciones que sirvieron para poner en entredicho el valor periodístico de algunas informaciones y ahora están manos de la fiscalía.
Era la gran oportunidad de limpiar muchas culpas pero un expediente interno se resolvió en un tiempo récord. La espiral ya giraba, no sin dramatismo en algunos medios de comunicación, desbordados porque el chorro salía a todo volumen, haciendo bueno el dicho: en la derecha, todos se saben lo de todos. Cobraba cuerpo el cataclismo, entre revelaciones y determinaciones colaterales, como la renuncia a su condición de portavoz del alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida, desnudando el error que significaba su designación, en la que hablaba de todo –era lógico-- menos de los cometidos municipales. La retirada de Carromero es mera anécdota en los intringulis de la crisis. Siempre pierden los mismos.
En fin, que todo estaba al alcance pero se torció. La política española estaba –está-- necesitada de golpes de timón regenerativos que hagan recuperar la confianza y la credibilidad. Pero había que encontrar un chivo expiatorio y apareció García Egea, que sale de la organización con un maletín para las memorias que acaso nunca escribirá pero que va lleno de secretos, decisiones estratégicas y notas de una secuencia que es la crónica de unos sucesos políticos que nunca se pensó que podrían ocurrir y que, para colmo, eran televisados en directo en horarios inusuales.
La agonía se prolongaba a la espera del sí de Alberto Núñez Feijóo que, si no hay contraorden, deja la plácida Galicia para lidiar, desde la oposición polarizada y enconada de las cámaras legislativas y medios de la capital del Reino, con un ejecutivo que parece haber superado la parte más procelosa de la travesía. Acaso eso sea lo de menos: lo importante es sellar viejas heridas y alejarse de la derecha extrema, esa que ha venido frotándose las manos, creyendo que todo el monte es orégano. Puede hacer un partido a su medida, si acredita el liderazgo lejos de las ‘meigas’. Luego, si hay congreso, ya se verá.
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