Ocurrió en
Barcelona hace unas fechas y jau que tenerlo presente. Los principales medios
de comunicación de potencias turísticas emisoras se han hecho eco de los
lamentables ataques contra turistas que se registraron durante la protesta contra la masificación
convocada en la ciudad condal. La protesta, que no congregó a más de tres mil
personas, ha adquirido una dimensión especialmente relevante en el panorama
internacional por la agresividad mostrada por algunas personas contra los
turistas que disfrutaban de su estancia en el destino. Varios medios publicaron
que algunos de ellos fueron rociados con pistolas de agua y recibieron insultos
de parte de los protestantes, que también “precintaron” hoteles y restaurantes.
Una suerte de odio al turista parece haberse desatado.
Y estos es lo peligroso si se proyecta a Canarias donde han
quedado para septiembre, coincidiendo con el final de la temporada estival, las
intenciones de llevar a cabo nuevas protestas… esta vez en el corazón de los
núcleos o de los destinos turísticos. O sea, en el escenario más apropiado,
para que la repercusión sea mayor, en
pocas palabras.
He aquí los riesgos. Está claro que la bonanza, que repercute en
la calidad de vida, en el fomento del empleo, en el desenvolvimiento social, en
la actividad empresarial y en el desarrollo de programas e iniciativas de
distinta naturaleza puede morir de éxito. Ese es lo preocupante. Lo que son las
cosas: hace nada o hace poco, no se sabía si era posible remontar las
consecuencias de una pandemia devastadora que afectó tanto a los países
emisores como a un destino receptor uno de cuyos sostenes fundamentales era y es la industria turística. Como es
fácil prender la mecha –y ya veremos luego cómo circula y se controla- todas
las cautelas son pocas. No se trata de interponer impedimentos sino de
discrepar públicamente de manera consecuente. En el fondo, la protesta es
entendible, incluso por una parte del empresariado, porque hay conciencia de
que vivimos del turismo, pero la incertidumbres derivan de las formas con que
se produzcan las protestas.
Por ejemplo, el presidente de la asociación catalana de agencias
(ACAVE), Jordí Martí, lamentó, en declaraciones periodísticas, haber dado “una
imagen deplorable incluso como sociedad”. “Hay que afrontar los problemas con
más seriedad y menos populismo, y nunca dar una imagen así ya que no beneficia
a nadie”, sostenía el líder de la patronal, que se muestra comprensivo con
cualquier manifestación o protesta pacífica.
En términos similares se pronunció el Gremio de Hoteles de
Barcelona, que considera “inaceptables” los ataques contra turistas. Según
expone, dichas acciones fueron perpetradas por “un grupo limitado que
ciudadanos que visualiza una corriente de opinión particular de ciertos
movimientos sociales”, los cuales rechazan directamente la presencia de
visitantes en la ciudad.
Seguimos mirando el espejo de ese episodio en Barcelona. Su
alcalde, Jaume Collboni, que accedió al cargo después de ocho años de mandato
de Ada Colau en los que se incentivó la turismofobia, reaccionó rápidamente
tras la protesta, mostrando su “voluntad y compromiso de limitar la
masificación turística y sus consecuencias en la ciudad”.
Cabe recordar que Collboni se ha comprometido a suprimir “más de
diez mil pisos turísticos para que vuelvan a ser de uso residencial”. Asimismo,
ha prometido “aumentar el recargo del impuesto turístico a cuatro euros por
noche, reforzando así los recursos para gestionar el impacto del turismo”, así
como a “limitar el número de cruceristas que no pasan noche en la ciudad”.
Desconocemos si a estas alturas las partes negocian los
preparativos y los posibles escenarios de las protestas para dentro de mes y
medio, más o menos. No está de más apelar a la sensatez. Con buena voluntad,
hasta las discrepancias pueden ser modélicas.
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