martes, 30 de julio de 2024

La memoria fértil, la refinada prosa

 

Juan del Castillo León, fallecido en la tarde del pasado domingo, era muy ceremonioso y enfático cuando relataba episodios y hechos en los que había estado presente.

--Un momento llega el primero de todos nosotros-, interrumpió Antonio Arozena Paredes al ver aparecer a Antonio González y González, ex rector de la Universidad de La Laguna, senador por designación real, premio Canarias de Investigación y premio Príncipe de Asturias, cuando improvisaba, en la Antigua Casa de la Real Aduana, la presentación del libro del escritor orotavense titulado “Puerto de la Cruz, entre la nostalgia y la ilusión”, un texto memorable que canta las excelencias históricas de la ciudad turística.

De milagro, esa tarde, envuelta en el salitre fresco del muelle portuense, Arozena no le espetó a Juan aquella frase a modo de consejo/reproche que sonó rotunda en la capitalina calle Castillo, cuando aún no era peatonal:

--No se prodigue Castillo. Ya van dos apariciones (en los periódicos) este mes. Cuidado con las fotos y los papeles.

El humor del escritor, que lo tenía, era indefinible cuando contaba estas cosas. Una noche, en la actual sala Teobaldo Power, cuando le tocó pregonar las fiestas de la Villa, entró al escenario con semblante adusto e inició su intervención así:

--Yo escribí un pregón para un acto programado a las ocho y media de la noche. Y  son las once y cuarto.

No importó la hora. Juan habló esa noche del lenguaje de los pétalos y las rosas como ningún otro villero lo hubiera sentido. Aquellos silencios que proseguían a sus puntos aparte, cuando ya habíamos rebasado la medianoche, eran la mejor expresión de lo que cautivaban sus palabras.

En otra ocasión, pocas semanas después de que hubiera sido designado ministro de Educación y Ciencia, le soltó a Jerónimo Saavedra:

--Jerónimo, cada día te pareces más al Marqués de Muni.

Se refería a Fernando León y Castillo, político y diplomático, natural de Las Palmas de Gran Canaria que forjó su perfil en medio de las turbulencias del decenio de la década de 1860, que condujeron a la revolución de 1868, conocida como La Gloriosa.

Saavedra, que luego asistiría a aquellos célebres encuentros en la casa de Juan, en la plaza del Llano, un domingo de Romería –único día del año que abría el balcón-, no se quedó atrás y le replicó de inmediato:

--Pues tú eres ya un coburgo ilustrado.

La prosa refinada de Juan del Castillo encontraba siempre la adjetivación que gustaba escuchar. El oficio de pregonero lo ejerció con una solvencia poco lograda en otros autores del género. Desoyendo a Arozena, se prodigó en muchos escenarios y recintos de localidades isleñas. Luego, años más tarde, reuniría aquellos enjundiosos textos en el  tomo titulado ‘La senda del pregonero’, uno de sus numerosos libros.

Juan del Castillo fue un intelectual de postín. Su capacidad memorística era inagotable. Lo acreditó en múltiples ocasiones, desde que opositaba. Y luego, su sensibilidad por todo lo divino y lo humano. Observador meticuloso y delicado, detallista, de estilo clasicista en el universo artístico y estético. Para muchos era un personaje de otra época pero lo cierto es que le gustaban las tendencias vanguardistas, sin renunciar a las excelencias costumbristas. Un intelectual, de los pies a la cabeza al que, durante una época de su vida, le dio por practicar tenis.

En el corredor –parte de su vivienda que da título a otra de su obras- nos obsequiaba con conversaciones analíticas, copiosas y recurrentes.

Nos quedan sus libros. Y estos retazos de su singular personalidad.

Hasta siempre, Juan.

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