Juan del Castillo
León, fallecido en la tarde del pasado domingo, era muy ceremonioso y enfático
cuando relataba episodios y hechos en los que había estado presente.
--Un momento llega
el primero de todos nosotros-, interrumpió Antonio Arozena Paredes al ver
aparecer a Antonio González y González, ex rector de la Universidad de La
Laguna, senador por designación real, premio Canarias de Investigación y premio
Príncipe de Asturias, cuando improvisaba, en la Antigua Casa de la Real Aduana,
la presentación del libro del escritor orotavense titulado “Puerto de la Cruz,
entre la nostalgia y la ilusión”, un texto memorable que canta las excelencias
históricas de la ciudad turística.
De milagro, esa
tarde, envuelta en el salitre fresco del muelle portuense, Arozena no le espetó
a Juan aquella frase a modo de consejo/reproche que sonó rotunda en la
capitalina calle Castillo, cuando aún no era peatonal:
--No se prodigue
Castillo. Ya van dos apariciones (en los periódicos) este mes. Cuidado con las
fotos y los papeles.
El humor del
escritor, que lo tenía, era indefinible cuando contaba estas cosas. Una noche,
en la actual sala Teobaldo Power, cuando le tocó pregonar las fiestas de la
Villa, entró al escenario con semblante adusto e inició su intervención así:
--Yo escribí un
pregón para un acto programado a las ocho y media de la noche. Y son las once y cuarto.
No importó la
hora. Juan habló esa noche del lenguaje de los pétalos y las rosas como ningún
otro villero lo hubiera sentido. Aquellos silencios que proseguían a sus puntos
aparte, cuando ya habíamos rebasado la medianoche, eran la mejor expresión de
lo que cautivaban sus palabras.
En otra ocasión,
pocas semanas después de que hubiera sido designado ministro de Educación y
Ciencia, le soltó a Jerónimo Saavedra:
--Jerónimo, cada
día te pareces más al Marqués de Muni.
Se refería a
Fernando León y Castillo, político y diplomático, natural de Las Palmas de Gran
Canaria que forjó su perfil en medio de las turbulencias del decenio de la
década de 1860, que condujeron a la revolución de 1868, conocida como La
Gloriosa.
Saavedra, que
luego asistiría a aquellos célebres encuentros en la casa de Juan, en la plaza
del Llano, un domingo de Romería –único día del año que abría el balcón-, no se
quedó atrás y le replicó de inmediato:
--Pues tú eres ya
un coburgo ilustrado.
La prosa refinada
de Juan del Castillo encontraba siempre la adjetivación que gustaba escuchar.
El oficio de pregonero lo ejerció con una solvencia poco lograda en otros
autores del género. Desoyendo a Arozena, se prodigó en muchos escenarios y
recintos de localidades isleñas. Luego, años más tarde, reuniría aquellos
enjundiosos textos en el tomo titulado
‘La senda del pregonero’, uno de sus numerosos libros.
Juan del Castillo
fue un intelectual de postín. Su capacidad memorística era inagotable. Lo
acreditó en múltiples ocasiones, desde que opositaba. Y luego, su sensibilidad
por todo lo divino y lo humano. Observador meticuloso y delicado, detallista,
de estilo clasicista en el universo artístico y estético. Para muchos era un
personaje de otra época pero lo cierto es que le gustaban las tendencias
vanguardistas, sin renunciar a las excelencias costumbristas. Un intelectual,
de los pies a la cabeza al que, durante una época de su vida, le dio por
practicar tenis.
En el corredor
–parte de su vivienda que da título a otra de su obras- nos obsequiaba con
conversaciones analíticas, copiosas y recurrentes.
Nos quedan sus
libros. Y estos retazos de su singular personalidad.
Hasta siempre,
Juan.
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